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–Gracias por acompañarme– le digo, sonriente.

Él me devuelve la sonrisa y espera a que baje del coche para abrir la boca.

–¿Quieres que después pase a recogerte? No tengo nada mejor que hacer en todo el día–se ofrece, agachándose para verme mejor.

–Ya le diré a Lina que venga, no te preocupes.

Vuelve a sonreír y veo cómo el Range Rover plateado se aleja de mi lado.

Me encojo de hombros y cruzo la calle peatonal para llegar a la puerta de mi autodeclarado hotel.

El recepcionista, un gay enamorado de mi ex, sale en mi búsqueda nada más me ve llegar.

–¿Qué pasa, Carlos?– digo, parándome en seco, esperando a que llegue a mi posición.

–El cañón del chef dice que te necesita en cocinas– agudiza, haciendo aspavientos con las manos y moviendo exageradamente la cabeza.

A veces me pregunto por qué le contraté en base a que fue compañero mío de clase durante dos años, si, total, lo único que hace es contarme lo cachondo que le pone Jorge y el de animaciones, Alejandro Pol, y quejarse de todo y todos.

–¿Y para qué me necesita?

–No me lo ha dicho, solamente que quiere que, literalmente, muevas tu culo hasta allí.

–Seguro que no ha dicho eso.

Se humedece los labios resaltados con brillo y mira a otro lado.

La camisa parece que le va a petar por la parte de la barriga, redonda como no la hay otra.

–Bueno, pero yo lo he interpretado así. Es demasiado serio para decir culo, eso seguro– titubea, agudizando su voz, haciendo que parezca insoportable escucharle más de cinco palabras.

–Puedes hablar normal, Carlitos, no te voy a hacer nada por ello.

–Esta es mi voz natural– dice, haciendo gallos, estropeándome los tímpanos.

Suerte que no hay nadie más en todo el vestíbulo que pueda oírle.

–Ya te había cambiado la voz en tercero y cuarto de la ESO, no jodas.

Pone los ojos en blanco.

–Tampoco hacía falta que fueras tan borde, pero vale– gruñe, con su auténtica voz, menos aguda pero tampoco llegando a ser el grito de un mamut.

–Así mejor– río, haciendo mis ojos más pequeños por la presión de mis mofletes.

El intenta fingir que el grito que surge de su garganta no suena como un silbato, aplaudiendo vergonzosamente.

–Me encanta tu cara redonda. Pareces un pan– dice, pellizcándome las mejillas.

Levanto una ceja y me despido de mi amigo de la infancia, yendo hacia las cocinas.

–¡Te hace buen culo esa falda!– grita, como si no pudiera oírle con claridad estando a diez metros y sin nadie que entorpezca el sonido.

Niego con la cabeza y me aferro a mi bolso, en el que llevo mi cartera, mi móvil y mis llaves, todo bien apretujado por el reducido espacio en el que se encuentran. Y luego me quejo de que mi móvil tenga más rayas que una cebra.

Cuando llego a la entrada a las cocinas, lo último que me espero es que un hombre de dos por dos me dé con una de las puertas en toda la cara. Guiada por mi instinto de dolor, agarro mi nariz con la certeza de que me la ha roto.

–Mierda, joder–murmuro, cerrando los ojos como si la vida se me fuera en ello, apretando con mi mano fuertemente sobre la nariz.

Me duele lo que no está escrito.

–Lo... lo siento. No la había visto, yo... Lo siento– se disculpa el hombre, que me acaricia la mano como si fuera un gato.

–¡No me toques!– digo, echando humo por las orejas, obligando a retroceder al corpulento hombre, aún con la mano sobre mi nariz, como si me estuviera sangrando.

La puerta de la cocina se abre de nuevo, esta vez con más impulso.

–¿Marría?– parece sorprenderse Hugo, haciendo acto de presencia.

–¡María! –- le corrijo, gritando como un ciervo en celo. No es agradable oírme cuando estoy así.

–¿Qué te ha pasado?– me ignora, señalando mi magullada nariz.

–¡Este ropero me ha embestido con la puerta y creo que me ha roto la nariz!

Hugo alza las cejas, burlón, con una sonrisa asomando por las comisuras de sus labios.

El hombre corpulento desaparece de la escena en cuanto dejo de prestarle atención, con el gesto inundado en la culpa.

–Déjame ver– dice el alemán, acercándose a mí y haciendo que quite las manos de mi nariz. Me examina y vuelve a alzar las cejas–. No tienes nada, exagerada.

–Me ha roto la nariz.

–Si lo hubiera hecho lo habría notado hasta tu padre.

Me subo las gafas y me retoco el pelo. ¿Exagerada yo? Bah.

–¿Para qué me querías verme?

El rostro de Hugo cambia por completo y me mira desconcertado.

–¿Qué?– inquiero, frotándome con desgana mi magullada, pequeña y adorada nariz.

Traga saliva y abre las dos puertas de par en par, dirigiendo su visión hacia el interior de la cocina.

–Deberías ver esto.

Oh, Ave María Purísima.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now