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–¡Por favor! ¡Por favor, no te vayas!– grito, intentando llamar la atención del chef, que corre a toda prisa por el callejón oscuro que hay detrás del restaurante, alejándose de mí.

Yo voy descalza, con el vestido arremangado, sintiéndome culpable hasta la médula, oyendo los llantos del señor De Oleza, quien me odia por momentos por lo que acabo de hacer.

Una piedra se me clava en la planta del pie y echo un chillido que ni un lobo en luna llena. Soy lo más ridículo que Dios a hecho ver la luz.

–¡Mierda, joder!

Hugo Schneider se gira de repente, parándose de golpe, para observarme tirada en el suelo sacándome la piedra de entre los dedos. Gracias a Dios que no se me ha metido dentro de la piel.

Me pongo a sollozar como una niña pequeña, dispuesta a darlo todo y más, haciéndome pasar por la típica chica idiota de las películas que consigue llamar la atención del chico que le gusta.

La diferencia es que yo no soy idiota. Y que no me gusta el chef.

Habiéndose acercado anteriormente, se pone de cuclillas delante mío y observa cómo me froto el pie, que está más sucio que un cerdo después de revolcarse en el barro.

–¿Está bien?– pregunta, tendiéndome una mano para ayudarme a levantar.

Yo me pongo los tacones que he llevado todo el camino en la mano, dispuesta a volver dándolo todo por perdido.

–Sí, perfectamente– bufo, fregándome los ojos con el antebrazo, eliminando cualquier resto de lágrima que haya podido segregar.

Si me viera mi madre me habría pegado un bofetón de los buenos. No por idiota, inmadura y ridícula, que eso ya es algo obvio, sino por querer parecerlo más. Tengo veinticuatro años, joder, desde hace dos días. Hace cuatro que dejé de ser una adolescente, no sé por qué me sigo comportando como tal.

Me levanto sola y me doy la vuelta, hasta que recuerdo por qué me he recorrido un kilómetro corriendo descalza, tropezándome con la gente y haciéndome daño en las amígdalas por gritarle al chico.

–Mira, ya sé que toda esta mierda de la dimisión es culpa mía– digo, apretando los puños con fuerza–. A ver, ponte en mi lugar, también te quejarías. Sin embargo, yo creo que has hecho demasiado el imbécil yéndote como si nada, dejando al pobre dueño muerto de miedo en la cocina de su propio restaurante, preparado para morir en manos de su mujer.

–Está exagerando, señorita. Solo he dimitido, no he asesinado a nadie.

Me giro hacia él y alzo una ceja. No sonríe. Es más, está más serio que una patata.

–Por favor, vuelve al restaurante– pido, cruzándome de brazos por el frío que amenaza las calles–. No debería ser yo la que se siente culpable, aunque todo esto– nos señalo a ambos– ha ocurrido por... Bueno, coño, por la tirita.

La gente que pasa por nuestro lado se me queda mirando como si fuera un espectáculo de circo.

Me pongo las manos en las ojeras, segura de que el rímel y la raya se me han corrido. Y, efectivamente, cuando me observo los dedos están más negros que el carbón.

–Ya me podrías haber dicho que parezco un oso panda con un vestido de noche.

–No lo encontraba adecuado– dice, aclarándose la garganta. Sus ojos azules tienen un destello que me derrite, y no sólo por el fuego de la rabia que me produce su presencia.

Me llevó las manos a la cabeza y gruño. Un hombre que lleva a su hija en brazos se me queda mirando como si estuviera loca. Levanto la barbilla, intentando parecer digna, mirándoles como si fueran seres inferiores.

–Por favor, no haga eso en la calle, es de mala educación– murmura el chef, mirándome con vergüenza ajena, con la voz grave y distante.

–Me da igual lo que sea de buena o mala educación– suelto, colocándome el pelo tranquilamente.

–A mí no.

–Tú te has ido de la cocina donde te estaban echando la bronca porque te ha salido de los cojones y, encima, has dicho que dimitías.

–No es lo mismo.

–Sí que lo es, Hugo, sí que lo es.

Levanta los ojos hacia el cielo y se toca el pelo.

Pronto se gira y empieza a caminar en dirección contraria al restaurante.

Alzo las cejas y le cojo de un brazo para empezarlo a arrastrar como a un niño pequeño hacia el Simply Soft.

–¡Suélteme!– grita, intentando zafarse de mí.

Aunque sé que hubiese sido más que sencillo el escapar de mi mano, él intenta hacer parecer que es todo un reto. Me hace sonreír de espaldas a él, arrastrándolo un poco más.

Llegando al callejón que da a la cocina se para, dejándome tiesa frente a él, con la mirada fija en sus labios.

–Le haces de esclavo, no me digas que no te jode ahora irte– trago saliva, viendo cómo se relame los labios, ahora brillantes y de una forma perfecta e ideal.

–Lo hago porque quiero.

–Porque quieres conservar tu puesto de honor– le reprendo.

Mis ojos escanean su rostro. No entiendo como alguien tan imbécil tiene el derecho de ser tan guapo. Y de que sepa que es tan guapo.

–Retiraré mi dimisión si me promete una cosa– suelta, de repente, cuando mi mirada se clava en sus ojos, azules como el mar.

–¿Qué quieres que te prometa?– retiro mi mirada, cohibida ante aquellos ojos. Mi voz no es para nada como quería que fuera, ni firme, ni tensa.

–No me mire como si fuera el príncipe azul con el que siempre había soñado.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now