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Me siento de golpe en la silla de mi despacho, esperando a que entre él.

Me miro en el espejo un par de veces y me retoco el eyeliner y el gloss. Debo dar mejor imagen de la que doy normalmente.

Después de unos cuantos suspiros nerviosos y de frotarme las manos contra los muslos para calentármelas, unos simples golpes en la puerta hacen que mi mundo se venga abajo.

Parpadeo más de lo normal, más de lo que debería. Mi frente parece una parrilla a punto de ser utilizada y mis piernas no paran de tambalearse nerviosamente hacia los lados.

–Adelante– digo, con la voz temblorosa, justo antes de que un hombre de cabellos blancos y ojos grises entre en mi despacho con un gesto serio y melodramático.

–Buenos días, señorita Sastre– dice, sentándose en el sillón que hay detrás de mi escritorio, sin pedir permiso siquiera.

–Señor Schneider.

–Oh, al fin alguien que me llama por mi nombre. El marica de recepción me ha llamado "señor Sastre". Vaya horror, como si yo tuviera que ver algo con usted– finge un escalofrío, como si el parentesco conmigo fuera lo peor que le pudiera ocurrir a aquel hombre de mandíbula marcada y ojos entornados de un gris tormenta que me observan subversivos.

–Carlos Reynés es el recepcionista– le informo aunque no me lo haya preguntado–. La verdad es que prácticamente todo el hotel le llama "señor Sastre", ya sabe... Por lo de su exmujer...

–Ya– suelta, apoyando los codos en el reposabrazos, juntando las manos sobre la barriga, inexistente prácticamente –. Pero es como si yo la llamara "señora Schneider" sabiendo que no es su apellido real, aunque sea la traducción directa del suyo. ¿A que no le hace gracia?

Niego con la cabeza, nerviosa, sin saber qué hacer ni decir, porque tengo muchísimo miedo. Mucho más que aquella vez en la que sin querer freí chorizo en la misma sartén donde mi madre iba a freír el Camembert rebozado. Yo creo que tampoco estuvo tan mal, o sea, el queso sabía un poco a ajo, pero tampoco hacía falta gritarme de aquella forma.

Alguien golpea la puerta tres veces, salvándome del incómodo momento, del que el señor Schneider se estaba regocijando a gusto. Maldita sanguijuela.

Ladeo la cabeza, mirando a mi jefe y luego a la puerta. Se supone que no hay nadie en el despacho, pues a esta hora ya me suelo haber ido.

A no ser que...

–Pasa– dice el señor Schneider cruzando las piernas y apoyándose en el respaldo del caro sillón con toda la naturalidad del mundo, mirándome con suficiencia.

El pomo gira para dejar pasar al nuevo cocinero, quien tiene la diversión reflejada en su rostro.

No entiendo a los alemanes.

–¿Qué?– suelto, sin poder pensarlo antes, con un hilo de voz.

–Hugo, dile a mi directora quién soy yo.

Me tiro en la silla antes de que él pueda decir algo. No estoy preparada para esto ni para nada que tenga relación. Solamente quiero librarme de él.

Maldito chef.

–Mi padre– suelta, encogiéndose de hombros y sentándose con la misma postura que mi jefe en el otro sillón.

No sé si desmayarme o salir corriendo.

Opto por lo segundo.

Rezo a Dios antes de levantarme lentamente e intentar dar un paso.

Observo allí, en el suelo, al lado del sillón del dueño del hotel en el que trabajo, un maldito tampón. ¿De dónde ha salido aquello?

Me agacho rápidamente a recogerlo, luchando por no destrozar mi reputación. No es posible que me esté pasando esto a mí justamente hoy.

Cuando lo tengo entre mis manos, me lo escondo en uno de los bolsillos de mi americana, bastante afectada por todo, a sabiendas de que aquel tampón es mío, caído de mi bolso, en algún descuido.

–Puede levantarse, no le he pedido que me alabe– bromea el señor Schneider, levantando una ceja, mientras yo le observo por encima de mis gafas.

–Muy gracioso– gruño.

Me levanto con dificultades, pues mis tacones me hacen perder el equilibrio, metiendo bien el tampón dentro del bolsillo, esperando a que no se salga ni un milímetro.

Mi maldita dignidad, joder.

Me siento en mi silla muy tranquila, como si nada hubiera pasado.

–Así que sois familia– me tiembla la voz, a pesar de mis intentos de serenarme.

–Él es mi padre y yo soy su hijo.

–Yo soy el dueño y él el chef– corrige el jefe.

–Tenemos una chef ya y...

–Él es el chef– intercala cada palabra que dice con voz amenazante.

Levanto las manos en señal de rendición y me dejo caer.

Quiero despertar de esta pesadilla de una vez.

–Papá, ya soy chef en el Simply Soft.

–He hablado con el señor De Oleza. Solo trabajas por las noches, por lo que aquí trabajarás por las mañanas. Hace tanto tiempo que quería que trabajaras para mí, Hugo. Ahora vas a hacerlo.

El rostro de Hugo se vuelve más pálido que el mío.

Fulmino con la mirada a su padre, quien parece querer controlarlo todo, incluso la independencia de su hijo.

–Sí, papá.

Me sorprende la respuesta del chico. ¿Tanto le costaba hacer lo mismo conmigo cuando me puso una tirita en mi plato? ¿Tanto le costaba decir "sí, señorita Sastre, le cambiaremos el plato"? ¿Tanto?

Me fijo en los dos, en cada detalle. No son muy iguales, pero aún así tienen un cierto parecido que me lleva a replantear si he sido ciega desde el momento en que vi al joven alemán.

–Directora– me llama la atención el señor Schneider–. Asegúrese de que mi hijo cumpla su función a la perfección. Esta noche me comentará cómo lo ha hecho.

–¿Cómo que esta noche...?

–En el Simply Soft a las nueve y media, usted, yo y quien usted quiera. Invita mi hijo.

La cara de los dos es un poema. La mía desconcertada, la de Hugo no tiene explicación. Parece que sus ojazos se le van a salir de las órbitas.

El hombre de cabellos blancos se levanta y se dirige hacia la puerta, pero en el último segundo se gira hacia nosotros dos.

–Poneos guapos.

Y se va.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now