★ 60

31.8K 1.8K 218
                                    

El haberme acostado con un hombre y que otro me haya dicho que está enamorado de mí me está dando el dolor de cabeza de mi vida.

La verdad es que yo solamente me había acostado con Jorge, y estuve tres años para dejar que entrara en mi espacio personal, por lo que lo de hace dos noches, con Hugo, me parece la cosa más descabellada que he hecho en mi vida. Casi tan descabellada como que Andrés Santamaría, el que fue el novio perfecto de mi hermana, se ha declarado ridículamente enamorado de mí, la persona menos adecuada para él, desde el punto de vista de alguien objetivo como lo es el de Carlitos, el recepcionista gay más gracioso de la galaxia, quien tiene una lucha interna por si irse a Panamá con su chico ideal, su medio arándano -porque los cítricos le sientan mal-, o quedarse en Mallorca con su trabajo ideal, cotilleando a todos los clientes y seduciendo a algunos de ellos.

Aunque creo que no debería fiarme mucho de Carlitos, porque tampoco es que me deje hablar demasiado.

Niego con la cabeza para eliminar de mi mente la imagen del rechoncho recepcionista hablador como una cotorra, y me armo de valor para pegar tres golpes con mis nudillos a la puerta blanca que tiene el número "13" en color plateado clavado en la parte superior.

Miro el reloj unos segundos después. Tengo que contarle a Hugo lo de la carta, porque me he acostado con él, y el otro ya sabe aquello. Me siento una inútil haciendo esto, más cuando sé que podría callarme la puta boca y seguir feliz, con mi vida, con él y con mis secretos. Aunque no tardaría en emborracharme y soltárselo todo de un tirón, por lo que esa idea queda descartada. O eso, o no volver a beber en mi vida, también. Bah.

Vuelvo a tocar a la puerta, impaciente, y, diez segundos después, se abre, dejándome ver a un Hugo despeinado, con su chaquetilla del hotel puesta aunque mal abrochada y descalzo.

–¿Qué quieres? – me grita, sin venir a cuento.

Echo un vistazo por encima de su hombro, y veo que la casa de catálogo de Ikea está bastante destrozada.

Hay un jarrón roto en mil pedazos en el suelo, hojas amarillentas de varios libros volando por el aire que entra por la puerta corredera que da a la inmensa terraza, la televisión boca abajo, el sofá con dos cojines rajados y con plumas que llegan hasta mis pies... Un auténtico desastre.

–Oye, Hugo, yo...

–Mi madre se va a volver a casar y mi hermano pequeño va a venir a vivir conmigo porque nuestro puto padrastro es un puto español petulante y un puto egocéntrico que no tiene cojones para nada más que para aprovecharse de mi puta madre, ¿entiendes? Encima, el hombre en cuestión, tiene un puto hijo que es todavía putamente peor que su puto padre.

Trago saliva, con la cabeza alta, mirando a Hugo, a quien se le ha desencajado la mandíbula y parece que se va a lanzar sobre mí en breve para matarme, o algo parecido.

Rezando en mi cabeza, pongo una mano en su tórax, esperando a que no me muerda.

Siento su pulso acelerado, mucho, demasiado, acorde con su cara desquiciada, y me estremezco, porque sé que cabrear a un alemán cabreado jamás ha sido una buena idea.

En un impulso que no sé cómo tomarme, me coge de la nuca y me pega a él, para darme un abrazo frío y calculado, en el que me doy un golpe en su pecho que me deja atontada.

Una lágrima rueda por mi mejilla, pero tardo un rato en darme cuenta de que no es mía.

–¿Estás llorando? – pregunto lo obvio, intentando separar un poco la cabeza para observarle.

–No, joder, yo soy alemán, yo no lloro– gruñe, sorbiendo por la nariz.

Sus brazos aflojan la presión y me zafo de él, para después cogerle de la cara y limpiar incómodamente la lágrima que intenta contenerse pero que está a punto de salir disparada de sus maravillosos ojos azul zafiro.

–¿Quieres que te ayude? – le pregunto, aunque limpiar su casa es lo último en mi lista de prioridades.

–No, yo puedo solo. Soy autártico y...

Ladeo la cabeza, bajando la mirada.

Mejor no le cuento nada, está suficientemente destrozado ya para encima explicarle que hay otro que intenta cortejarme.

«¿Cómo que hay otro que intenta hacer de caballero de la Edad Media contigo?», me digo, poniendo voz de hombre y acento alemán.

«Solo me ha dado una carta, no ha sido nada, una cartita de nada sellada con cera roja».

«Él te ha dicho que te ama y yo todavía no, ¿es por eso que vienes a contármelo?¿Para que yo también te lo diga?»

«Sí, joder», me respondo, aunque no estoy segura de que una damisela cortejada por dos hombres hubiese dicho joder en voz alta, «sólo quiero que me digas que me quieres tú también, y que no ha sido solo sexo extramatromonial».

«Te quiero», gruñe mi voz de hombre y con mal acento alemán.

–¿Y la escoba? – le interrumpo, callando mis pensamientos y dando por zanjado el tema y el monólogo.

Se aparta de la puerta para dejarme pasar y señala con la barbilla la cocina, a la derecha de la entrada, de muebles blancos y reluciente, como si no formará parte de aquel salón destrozado y mal colocado, y fuera el lugar sagrado, el Olimpo.

Rodeo la isleta y abro el armario larguirucho que hay junto a la nevera de dos puertas, en el que descubro todo tipo de artilugios de limpieza. Puto maniático.

Cojo la escoba y siento una mano en mi cintura de pronto.

Mi corazón se encoge ante el inesperado calor tras mi camisa blanca arrugada.

De pronto, su barbilla se apoya en mi hombro y mis ojos, poco a poco, se cierran, cansados, agotados, y plenamente relajados.

Giro mi cabeza un poco, a modo de que mis labios queden frente a los suyos, y no tarda en besarme dulcemente, como nadie se espera que lo haga, con tristeza, dolor, y pasión oculta tras sus ojeras rojas por sus llantos de los que no he sido testigo pero de los que estoy segura que ha sufrido.

Mi mano sube hasta su rostro, y acaricio su mandíbula con delicadeza, pinchándome por los pocos centímetros de barba que tiene, totalmente dispuesta a él y a lo que quiera hacer conmigo.

Pero la burbuja que se ha creado entre Hugo, su dolor, y yo misma, se explota con el estridente sonido del timbre, que me hace saltar hacia atrás, todavía con la escoba en mi mano derecha, separándome de Hugo.

–Öffnen, es ist mir– grita una voz.

La voz más perfecta que he oído en mi vida.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now