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–Señorito Schneider– saludo, cuando llego a la cocina, ajetreada por la inminente reunión que hay programada para hoy.

Lleva su uniforme, con su nombre gravado arrogantemente en la chaquetilla, justo encima de su pecho izquierdo.

–Señorita Sastre.

Deja el cuchillo que lleva en la mano sobre la encimera y se limpia las manos con el trapo que tiene atado de alguna forma en la cintura.

Le dice algo al chico que está a su lado en voz baja y éste asiente, concentrado en cortar aquella zanahoria en tacos muy pequeños.

Hugo se acerca a mí con una curvatura en sus labios parecida a una sonrisa.

–Ven– le digo, agarrando contra mi pecho con fuerza mi agenda–, te enseñaré dónde nos reunimos los jefes de departamento.

–Un placer acompañarla.

Levanto las cejas y le miro. ¿En serio?

Niego con la cabeza y me doy media vuelta, asegurándome de que me sigue, y me dirijo hacia el vestíbulo, donde una gran cantidad de gente se arremolina en distintos puntos estratégicos, como en la mesa que el señor Schneider ha decidido poner esta mañana con macaroons de todos los sabores o en la mesa de recepción.

Subimos por el ascensor de puertas de cristal observando el hotel a medida que subimos a través de las paredes transparentes hasta la planta veinte, donde se encuentra la sala de reuniones.

Salgo del ascensor sin decir nada, segura de que me va a seguir, y caminamos a través del pasillo donde se encuentran las dos suites presidenciales hasta llegar al final, donde una puerta de cristal translúcido se yergue ante nosotros.

–¿Es aquí?– pregunta, con cierto sarcasmo en su tono de voz, dándome a entender que sí me ha seguido durante todo el camino y no se me ha perdido.

Asiento, abriendo la puerta, algo incómoda.

Todavía no hay nadie, por lo que me doy la libertad de abrir las cortinas y dejar que entre el maravilloso sol de diciembre que ilumina una de las hermosas playas de Mallorca.

Cuando me giro, lo tengo a pocos centímetros de mí.

–¿Cómo ha pasado la noche, señorita Sastre?– pregunta, con una especie de sonrisa ladeada que acelera mi corazón.

–Mi osito de peluche me ha ayudado a dormir – respondo, totalmente seria, con el corazón bombeándome más sangre de la que debería.

Probablemente lo que esté diciendo sea lo más verídico que he dicho en años, aunque su mueca intente hacer que diga lo contrario.

–Muy bien– su voz suena fría y cortante.

Ya estamos.

–Debes sentarte allí, al lado del director de animaciones.

Me mira y yo le miro. Sí, los dos hombres más guapos de este hotel sentados juntos. Soy genialmente genial.

–De acuerdo– bufa, aburrido.

Frunzo el ceño por su inesperada reacción.

–¿Se puede saber qué te pasa?– le digo, ofendida, dejando los papeles sobre la mesa de cristal.

–Usted sabrá.

Se gira para no mirarme a la cara y se sienta en el sitio que le he indicado, sin rechistar.

–Hugo– le llamo la atención, caminando hacia él con el paso firme.

–¿Estás muy emocionada porque te besé? Pues mira, ya pasó, confundí mis ideas y no me di cuenta de lo que hacía, así que déjame.

Frunzo el ceño todavía más.

–Estabas muy contento antes de entrar en esta sala. ¿Qué coño te pasa?– gruño, pegándole una patada a su silla con la punta de mis zapatos de tacón.

Se levanta de golpe y me obliga a alzar la cabeza para mirarle a los ojos. ¿Cómo puede ser tan alto?

–¿Qué coño te pasa a ti? ¡Eres tú la que abre los brazos y los cierra a su antojo! Si quieres, me tienes comiendo de tu mano, si no, eres la persona más desagradable del mundo. ¿Sabes? No eres única, así que deja de creértelo.

Me trago mi orgullo y cierro los ojos. Respiro un par de veces muy profundamente y oigo la puerta abrirse.

El subdirector entra con su inseparable agenda entre las manos.

–Oh, disculpen, ¿interrumpo algo?– dice, caminando hacia atrás, dispuesto a salir.

–No. Puede entrar– gruño, mirando a Hugo con enfado, quien me ignora por completo.

Me siento en mi silla, en un extremo de la mesa, oyendo cómo la puerta se abre y se cierra cada vez que alguien entra cada pocos segundos, hasta que todos los asientos se llenan.

–Buenos días– saludo, con la voz adormecida.

–Buenos días, señorita Sastre – responden al unísono. Me recuerdan a cuando iba yo al colegio de monjas, saludando a cualquier profesora que entraba todos a la vez y con una cancioncilla aburrida.

–Quiero empezar la reunión dando la bienvenida al nuevo chef, el señorito Hugo Schneider.

Las catorce cabezas se dan la vuelta hacia el chico que está al fondo de la mesa, quien me mira con fuego en los ojos. ¿Qué le he hecho yo a ese hombre?

–Es el hijo del señor Schneider– las cabezas se vuelven hacia mí cuando pronuncio las últimas palabras.

–¿El señor Conrad Sastre?– pregunta confundido el gerente, con la voz baja, como si el chef no pudiera oírle.

–El señor Conrad Schneider, José – le rectifico, mirándole con desaprobación. No es mi familia. No es nada mío más que mi jefe.

Se oyen murmullos que callo con un puñetazo en la mesa.

Una mano se levanta y le doy el turno de palabra al gobernante, al que debería de haber sustituido ya por Yolanda Delgado.

–¿Qué ha pasado con Raquel Jiménez, la antigua chef?

Miro a Hugo, quien mueve el cuello de arriba abajo.

–Mi padre me prefiere a mí– aclara, con una sonrisa soberbia.

Siento cómo su ego se hincha desde aquí.

Se vuelven a oír murmullos que vuelvo a amedrentar con un puñetazo.

–¿Ha faltado alguien?– pregunto, cambiando de tema.

Tres manos se levantan. Una de ellas es la de Hugo.

–¿Señorito Schneider?

–Julio Rodríguez y Andrés Sánchez– dice, pronunciando de una manera horrible los apellidos de los dos cocineros.

Se disparan las risas en la sala. ¿Desde cuando son tan irrespetuosos?

–¿Sabe el motivo?– grito, para que Hugo me oiga.

–Julio besó a Andrés ayer por la noche y los dos estaban muy felices hasta hoy por la mañana, cuando Andrés se ha mostrado desagradable con Julio y le ha mandado a tomar por culo, indirectamente – narra, jugueteando con sus dedos y sonriendo como un gilipollas.

La gente se echa a reír. A mí se me sube la sangre a la cabeza y creo que si no salgo de la sala en breves momentos me va a explotar. Suficiente por hoy.

Cojo mis papeles y me dirijo a la puerta.

Con toda la fuerza del mundo, la cierro dando un portazo y me alejo de la sala.

–Hijo de puta– grito.

La puerta se vuelve a abrir y oigo los pasos de alguien acercándose a mí, pero, para cuando Hugo Schneider llega a mí, las puertas del ascensor ya se han cerrado.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now