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No he parado de pensar en todo el camino sobre lo que me ha dicho Andrés.

Su mirada sincera, su voz firme y su seriedad al pronunciar aquello no podían ser forzadas, simplemente por el hecho de que él se supone que es bueno, y los buenos no pueden mentir tan descaradamente.

Mi cabeza da vueltas en el instante en el que aparco mi Mini, cojo mi bolso de Guess, y bajo de él, en el garaje de casa de mis padres, de la que ya debería haberme ido hace mucho.

Ni siquiera me fijo en mi alrededor, ni en la inmensidad del terreno a mi izquierda, ni la majestuosa casa centenaria a mi derecha, porque no me hace falta. Me conozco el camino, siempre lo he hecho. Me resulta sencillo el recordar. Recuerdo muchas cosas.

Mi mirada se nubla, pero sigo andando, dando tumbos. Me sobraba el gin tonic que Pablo, el hermano pelirrojo de Rebeca y primera opción de cuñado, me ha preparado.

Abro la puerta principal con despreocupación, intentando aparentar normalidad por si a mi madre se le ocurre aparecer frente a mí justo en este momento y me ve así, de esta jodida forma.

Por suerte, el sonido en español latino de la tele encendida en el salón y los ronquidos de mi padre me hacen ver que no va a venir en mi búsqueda, porque las telenovelas son sagradas.

–¡Hola!– hago acto de presencia con un simple grito, que es sucedido por un hipido que no he podido controlar.

Oigo un murmullo femenino y sé que ha intentado decir algo, pero ha quedado oculto bajo los gritos dramáticos del protagonista de su telenovela favorita.

Niego con la cabeza, poniendo los ojos en blanco, y subo la escalera lentamente, aferrada al pasamanos y a mi bolso de Guess rosa fresa con la misma fuerza y pasión. Vale tanto como mi vida, el maldito.

Bueno, no tanto.

Cuando piso tierra firme al fin, sopeso la idea de ir al baño en suite de mis padres, ese en el que está la maravillosa y gran bañera con dos velas aromáticas color azul claro, y un jabón efervescente que cambia el color del agua, como en el del spa favorito de Rebeca, a azul oscuro.

Pronto visualizo la luz de mi habitación encendida, antes de dar un paso hacia le cuarto de mis padres, y cambio de rumbo, martirizádome por lo que vendrá con la factura de la electricidad, como si en realidad fuera yo la que la pagara.

Me coloco bien el bolso sobre el hombro y atravieso el pasillo que lleva a mi habitación, para luego cruzar el umbral de la puerta despojándome de mi trenka gris e intentando sacarme las botas con los pies.

–María– oigo en un susurro, y me pongo a gritar de repente, lanzándole mi bolso con toda mi fuerza, haciendo caer mi pintalabios color cereza de MAC y mi móvil al suelo.

El bolso cae unos centímetros más allá, sobre el parqué, y una inmensa sensación de tristeza inunda mi interior, porque ese es mi bolso de ruptura, como el helado de litro y medio de coco y Chocoballs que engullí como una americana en el bus de vuelta a mi casa, tras una exhaustiva tarde de compras sola.

Tardo un rato en darme cuenta de que soy una idiota.

Andrés está sentado sobre mi cama, con un papel entre sus manos, de un color gastado y antiguo, con un sello de cera roja que me deja ver que es una carta.

Sus ojos me observan, asustados, casi tanto como los míos, y sus labios forman una línea recta que me confunde.

–Hola– es lo único que dice, con naturalidad, como si fuera normal que mis padres le hubieran dejado entrar a él, el gilipollas que dejó a mi hermana, en nuestra casa.

–No sé si entiendes el significado de adiós. Era una forma sutil para decirte que no quiero verte– intento aparentar seriedad, pero una extraña sensación en el esternón niega mis palabras.

Su vello facial le acaricia el pecho cuando baja la cabeza.

–He venido a recoger las cosas, como tú me has dicho– su voz suena apagada, decepcionada–. Además– añade, levantando la vista como un cachorro desprotegido–, quería darte esto. Lo he escrito en el hotel en el que trabajas, estos días. No sabía cómo expresarme.

–¿Expresarte?

–Expresar por qué he dejado a Carolina– casi se atraganta con sus palabras.

Hago una mueca, juntando mis manos sobre mis muslos, balanceándome sobre mis pies.

–¿Te vas ya?– le pregunto, nada más que para cambiar de tema.

–Tu hermana me ha llamado. Ha enviado mis cosas a la casa de mi padre, su prometida, Ada, y el hijo menor de ésta en Múnich.

–No sabía que tu padre viviera en Alemania– suelto lo primero que me viene a la cabeza, intentando esquivar el inminente momento silencioso que amenaza con llegar cada vez que él hace un punto y aparte.

–Por eso me mudé allí.

Se pasa una mano por el pelo lentamente , y, mechón a mechón, va levantándose y cayendo con delicadeza.

Se levanta y deja la carta sobre la cama, cuyas sábanas están arrugadas por donde él se ha sentado, en un arrebato por evitar también el silencio.

–No creo que sea conveniente que lea eso, yo...– empiezo

–Esta noche dormiré en el aeropuerto– me interrumpe–. A las siete me marcho, no me volverás a ver si no quieres. Solamente te pido que la leas, me cuesta expresarme de la forma en la que lo he hecho. Nunca había sentido esto.

–Tú quieres a Lina– hago un amago de ignorar el rápido e in crescendo latido de mi corazón.

–No, no la quiero. Creía que la quería. Vivo en un puto cuento de hadas de mentiras, necesitaba algo de realidad.
Y allí está, de pronto, sin darnos cuenta.

El jodido silencio incómodo.

Niega con la cabeza y me esquiva para salir de mi habitación, antes de que aquello se prolongue durante un rato más.

Coge algo que hay en el pasillo oculto entre las sombras y lo arrastra hasta que la luz la ilumina: su maleta de viaje.

–Bueno, adiós.

Me mira, cierra los ojos a la vez que sus mejillas se tiñen de rosa, y se da la vuelta, negando con la cabeza con un gran ímpetu.

–No puedes dormir en un asiento del aeropuerto– intento sonar desenfadada, pese a que haya sido yo misma la que le ha echado antes de todo esto. Antes siquiera de haber mencionado que se iba.

–Sí puedo– dice, pero se ha parado.

Sé que me voy a arrepentir, y que yo no tengo derecho a hacer esto, pero igualmente lo hago, tal vez por mi inmadurez, por mi irresponsabilidad, o simplemente por el hecho de que me gusta hacer sufrir a la gente. A Hugo, a Lina, a Andrés, a mí.

Hasta este momento no me he dado cuenta de que estoy haciendo daño a la gente. A todo el mundo.

Y, aun así, lo hago.

–No voy a recoger tu cama hasta mañana, puedes dormir aquí, si quieres.

–Tus padres no me dejarían. Rompí con tu hermana de la forma más cruel que pude haberlo hecho.

–Mis padres no van a estar esta noche, han reservado una habitación en el Aíram, lo he visto esta mañana.

Mi información le ruboriza hasta las orejas, y su rostro no es apto para ello.

–Gracias.

Pese a que me esté intentando convencer una y otra vez que mi ofrecimiento sólo ha sido cordialidad, en el fondo de mi corazón sé que ni siquiera yo me lo creo.

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora