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Mi cara arde como nunca lo ha hecho.

Tengo los puños apretados, con los nudillos blanquísimos por la presión que ejercen mis manos.

Mi vestido está sucio y mis tacones reventados, como mis pies, que no son la envidia de nadie en este mundo.

Me presento en el comedor después de pasar la mayor vergüenza del mundo.

Después de entrar en la cocina con el chef pisándome los talones, he hecho todo lo posible para salir por patas de aquel lugar.

He visto cómo el dueño del restaurante abrazaba a Hugo y cómo lloraba. Ha sido tan repulsivo...

Me he ido antes de volver a mirarle a la cara.

En mi vida he sentido tal dolor en el pecho, que me impulsa a marcharme y a meterme en mi habitación para no volver a salir jamás.

Maldito alemán arrogante.

Ni que yo le mirara todo el tiempo como si fuera La Sirenita espiando a su futuro marido.

Ni que le observase como si fuera prostituto de lujo.

Aún así, algo me impulsa a alejarme de él y no volver a observar esos ojos tan azules que se clavan en los míos con intensidad cuando se irrita de aquella forma.

Llego a mi mesa. Aretha habla animadamente con su hijo, quien antes dormía, mientras su hija degusta una crêpe de relleno dorado.

Mi madre tamborilea los dedos sobre la mesa, apoyándose sobre una mano y bufando todo el tiempo.

–Mami...

–Ahora mismo me vas a decir dónde coño estabas y por qué me has hecho esperar una hora observando a la nada y comiéndome tu postre y el mío– me interrumpe.

–Pues... El chef dimitió por mi culpa y le perseguí un par de kilómetros hasta que me caí y me vino a ayudar y... Espera un segundo... ¿Te has comido mi postre?

Me tiro en el cómodo sillón y ella sonríe un poco, pero vuelve a ponerse seria en pocos segundos.

Da un puñetazo a la mesa y me mira con ojos inquisitivos.

–Ni de coña.

–Ay, mamá, por Dios. Es la verdad. Le perseguí por calles que en mi vida había pisado hasta que me hizo caso. Después volvimos y todo arreglado. Yo...

–No me lo estás contando todo. Tu cara color chorizo lo dice todo.

–¡Mamá!

–No me gustan los secretos– afirma, frunciendo el ceño.

Me muerdo el labio y le dejo ver mi ingenuidad.

–Además, tú no corres desde que terminaste primero de Bachillerato y dejaste de hacer Educación Física.

–Persecución, mamá, no carrera– la corrijo–. Igualmente, ha sido horrible. Nunca más.

Ella niega con la cabeza y levanta el brazo, viendo pasar a un empleado uniformado, con un movimiento de cabeza acompañado.

El camarero que nos ha atendido toda la noche aparece en un santiamén.

–¿Desea?– dice, comiéndose el pronombre interrogativo.

–La cuenta– contesta mi madre, mirándolo con ojos de cordero degollado.

–Ha dicho el señor De Oleza que le regalaban la cena. Mesa 66, ¿verdad?

Mi madre me mira y asiente. Se había olvidado por completo de que cenar hoy es gratis.

El camarero le guiña un ojo a mi madre, me pega una arcada, y se va, colocándose el delantal con gracia.

Nos levantamos nosotras también, después de terminarme la copa de champán que pensaba que no había pedido, y nos despedimos de la mujer del dueño, quien sonríe falsamente, acariciando la cabeza de su hija.

Salimos del restaurante después de despedirnos del maître, a quien he repasado bien con la mirada, y una fría brisa me pone la piel de gallina al instante.

–Ahora caigo...– bufo, rascándome la cabeza.

–¿En qué?– pregunta, tecleando un mensaje a mi padre para que venga a buscarnos.

–Dijo que él no tenía la culpa de que una empleada suya hubiese tirado una tirita y una mosca en mi plato.

–¿Y?

–Tanto el otro día como hoy, estaba riñendo a una chica en la cocina. Ella lloraba mucho, muerta de miedo por los gritos de un alemán enfadado, pero lo que más me llamó la atención fue que llevaba la chaquetilla mal puesta y que parecía una mosquita muerta. Me recordaba a alguien que he visto recientemente... Yo... No lo sé.

–Déjate de monólogos psicóticos y camina, que tu padre dice que cojamos un taxi.

Suspiro y camino detrás de mi progenitora, quien va más rápido que Hugo.

Los pies me matan, al igual que las piernas, que me flaquean.

Un poco más y parezco un flan de vainilla.

Vamos por una calle de cuesta empinada que siempre por las mañanas está llenísima, pero por la noche lo único que veo es una cucaracha que me hace gritar del miedo.

Mi madre corre de repente y, más rápida que ella, la pisa, haciéndome pegar una arcada.

Seguimos nuestro recorrido hasta llegar a la Plaza de España, donde se suelen coger los taxis.

Mi madre va observando a los taxistas hasta que da con uno en especial.

–¡Teresa!– grita éste.

–¡Pablo!– grita la otra.

Mi tío abuelo sale del taxi para abrazar a mi madre con efusividad.

–Oh, Dios, no me digas que esta belleza es tu hija– ríe él.

–Sí, tío Pablo, soy yo. Y no me mires tanto la cara, que ya sé que se me ha corrido todo el maquillaje.

Él ríe dejando ver una fila de dientes blancos que brillan en la oscuridad.

–¿No estás un poco viejo para conducir taxis?– pregunta mi madre, colocándose el pelo.

–Te recuerdo que tengo cinco años más que tú.

–Ya... La abuela te tuvo demasiado tarde...– cavila ella, ladeando la cabeza de un lado a otro cada pocos segundos.

Les observo a los dos, que se miran con complicidad. Son como hermanos, prácticamente.

–Tío Pablo, tienes sesenta y dos años, ¿estás seguro de que tienes todas las facultades para conducirnos hasta casa?– me meto yo, llamando la atención de los dos.

–Por supuesto, peoncita.

–No me llames peonza– digo, muy seria.

–Cuando eras pequeña te encantaba, porque tu juguete preferido cuando venías a casa era la peonza.

–Pero prefería las Nancy.

–No quieres que te llame Nancy.

–No. Llámame María, que es mi nombre.

Nos metemos en el taxi a la vez que él resopla.

Le tengo harto hasta a él, que no veía desde agosto.

Miro por la ventanilla cuando salimos de la plaza.

Y, allí, a lo lejos, visualizo a Hugo Schneider entrando en un Porsche mientras se coloca el pelo.

Maldito alemán.

El Chef (2015)Onde as histórias ganham vida. Descobre agora