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–Mira que eres gilipollas– dice Rebeca, redirigiendo el carrito de la compra por el laberinto en el que se ha convertido el supermercado.

–Yo no tengo la culpa de que el alcohol emborrache.

–Pero sí de beberlo.

Me llevo una mano a la frente y niego con la cabeza.

–Tú eras la alcohólica en el colegio. Tú y tus verbenas con tíos y alcohol. Y como no te comías una rosca, pues bien que le dabas a la botella – le recuerdo.

–¡Ya, claro! Al menos yo no le cogí un día a mi padre todo lo que tenía en el armario y bebí un chupito de cada para "probarlo" – hace comillas con los dedos, apoyando sus antebrazos en el manillar del carrito y entrelazando sus dedos, cuyas uñas se vuelve a morder después de cinco años sin hacerlo. 

–Deja de meterte conmigo, anda– pido, empujándole suavemente el hombro.

Empuja con debilidad el carro de la compra medio lleno y tararea la canción que suena por los altavoces, eclipsada por el murmullo de gente que va de compras ese jueves de finales de octubre.

Sigo sus pasos mirando la lista de la compra de mi madre, escrita con una letra ilegible que deja mucho que desear.

–No sé si pone huevos o puerros– suspiro, rascándome la cabeza.

–Llévale los dos. Los va a necesitar. Siempre lo necesitan todo.

Me encojo de hombros y entramos en el pasillo de las verduras.

Después de pesar dos puerros, me doy la vuelta, para estamparme con un hombre de gran estatura y bastante más delgado de lo que una se espera.

–Ay, disculpa– digo, moviendo la mano en señal de indiferencia.

–¿María?– pregunta una voz conocida.

Levanto la cabeza para encontrarme con la persona que menos me esperaba encontrar en un supermercado mi día libre.

–¿Jorge?

–Ay, no, joder– se oye a mi amiga de fondo, seguida por el carro de la compra lleno de alimentos. Y tampones. Sí, de todos los tamaños.

–¿Qué tal?– pregunta mi ex, rascándose la cabeza y medio sonriendo, alzando las cejas, habiéndole echado ya una mirada al carrito.

–Ehm... Bien, supongo. O sea, no. Bien no, de la hostia. Mi vida es de la hostia siempre–  digo de sopetón, saliéndome del alma sin poder remediarlo.

–Vamos, María, rápido. Sal. Corre– ordena Rebeca, abriendo mucho los ojos y señalando por debajo de su barriga el pasillo de la izquierda.

–Ah, qué bien... Yo... A ver si quedamos, somos amigos desde hace casi diez años, no quiero que lo nuestro deshaga el grupo de...– empieza él.

–¡Me cago en tu madre! ¡Jorge!– es interrumpido por una chica teñida de rojo y con un septum que deja mucho que desear.

–¿Y esta quién es?– pregunto, señalando a la chica con descaro, observando su crop top y sus vaqueros, tan rotos que se ve más pierna que tela, con asco, que aparte, por si lo de que están rotos pareciera poco, hace que enseñe bastante parte del trasero. Sospecho que no llevo bragas enseguida.

–Mi... Mi... Novia.

Me sienta como una patada en los huevos. Si los tuviera.

–Soy Carolina– dice, mascando un chicle. Qué asco de tía–. Su follamiga– recalca, intentando hacer un globo que no le sale. Por puta.

–María. Camina. Vamos– pide Rebeca, estirándome el brazo para que me mueva.

Con la poca dignidad que me queda le doy una palmadita en el brazo al que fue mi novio, conteniendo las ganas de llorar, para mirar otra vez con asco a la chica e irme con mi amiga, a quién le van a salir los ojos de las órbitas.

–¡Eres un hijo de puta y un cabrón!– grita, antes de salir corriendo arrastrándome con ella.

Y eso que ella decía que estaba bueno. Cuando yo salía todavía con él, claro. Una amiga de diez. ¡Qué digo! ¡De veinte!

–No me puedo creer que tenga novia– digo. Una lágrima resbala por mi mejilla.

–Follamiga– me rectifica, parándose, tocándome el pelo con suavidad.

–Va compartiendo polla– sollozo.

–Tú lo matas y yo te ayudo a arrastrar el cadáver y a esconderlo. En tu casa hay mucho terreno.

Me seco la lágrima y me empiezo a reír.

–Prefiero ignorarlo. Es mejor que vivir con el cargo de conciencia toda la vida. O no. O sea, sí. Tengo un AK-47 en el cajón de mi despacho en el hotel– ladeo la cabeza, mirando al techo–. Pero no, no quiero pasarme el resto de mi vida en la cárcel con drogatas, navajeros y esas cosas.

–Pero... Estará muerto...

–Ya. Si lo mato estará muerto. Pero, ahora que lo dices, no creo que a nadie le importase que matara a la prostituta sin sueldo de "Carolina"- hago inciso en su nombre haciendo comillas con los dedos–. Se llama como mi hermana. Y odio a mi hermana.

–Como consecuencia a ella– concluye, asintiendo, mi mejor amiga.

Seguimos caminando por los pasillos intentando evitar a mi ex y su nueva mascota. O su nueva novia, no veo diferencia.

Después de pagar y haber salido del supermercado, me pongo a reír.

–¿Qué pasa?– pregunta Rebeca, mirándome como si estuviera loca.

–Hace dos semanas que hemos cortado y ya tiene novia. ¡Descojonante!

Parpadea.

–Yo creo que no.

–¿Estás insinuando que ya estaba con ella cuando estaba conmigo?– me pongo a la defensiva, hinchando el pecho.

–¿Y tú de dónde te sacas esas conclusiones que ni he dicho ni he pensado?

–De mi imaginación– intento atar cabos, pero hay demasiado cables de distintos colores para juntarlos todos.

Deja las bolsas en el suelo y me abraza.

–Algún día te acompaño al psicólogo. Lo necesitas.

–Gracias... Espera... ¡No! Estoy cuerda, no soy una lunática. No necesito ningún psicólogo.

–Eso lo dirás tú.

Una sonrisa se forma en mi cara y ella vuelve a coger las bolsas.

–Ahora corre, que viene por detrás haciéndole de mula al toro ese– informa, señalando con la cabeza por detrás de mi hombro.

Tanto como mis manoletinas me permiten, corro. No tengo ganas de ver de nuevo a ese hijo de mala madre.

Entramos en el coche de mi amiga de mala manera y el Fiat 500 azulado se pone en marcha de inmediato. Un CD de Pablo Alborán se enciende a la vez que el motor.

Salimos del aparcamiento, sin peligro de volver a ver al hombre que rompió mi corazón por un par de días, y mi mejor amiga me pone una mano sobre la mía sin dejar de mirar por el retrovisor.

–Tienes que dejar de martirizarte.

–Ya lo sé, yo no tengo la culpa... Necesito olvidarme de él.

–Busca a otra persona, te mantendrá ocupada.

–Ya, pero...

–Ni pero ni pera. Otro. Siguiente. Y que esté más bueno que Jorge.

–Pero...

Me pega un puñetazo suave en el brazo y vuelvo a sonreír. Hasta que caigo en la cuenta.

–¿Sabes que nos hemos dejado los huevos?– suelto, poniéndome el cinturón.– Es decir, a parte de los suyos.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now