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–¿Señor Schneider?– pregunto confundida, cuando visualizo a alguien sentado en el sillón giratorio de mi despacho, de espaldas a mí, con las piernas estiradas y moviéndose un poco hacia cada lado, como si estuviera esperando desde hace mucho tiempo y no tuviera otro entretenimiento.

Al oír mi voz, el sillón se da la vuelta, dejándome ver los maravillosos zafiros que el hijo de mi jefe tiene por ojos.

–Iba a decir algo soez y muy español, pero prefiero preguntarte qué haces con una camisa azul marino y unos pantalones blancos en mi silla del poder.

–Gracias por el recibimiento. Ha sido todo un honor volver a verla, señorita Sastre. ¿Qué es eso de su "silla del poder"?

Me planteo durante varios segundos si he dicho eso en voz alta y, cuando me convenzo de que, efectivamente, lo he hecho, cambio todo mi peso de un pie a otro, suspirando con la cabeza ladeada y las manos cruzadas a la altura de mis muslos.

–Oh, lo siento, señorito Schneider, pensaba que me iba a encontrar mi despacho como me lo dejé ayer, disculpe las molestias– ironizo, haciendo movimientos exagerados con las manos.

–Llega tarde. Suerte que no soy mi padre, que se ha ido a Alemania por trabajo, sino, ya habría tomado represalias– dice, con el mismo tono de voz que yo he usado, con una sonrisa inigualable en su esculpido rostro.

–¿El jefe está de vacaciones?– digo, enderezándome de golpe, sonriendo, por consecuencia, levantando mis gafas por la presión ejercida por mis mejillas.

–Me encantan tus mofletes. Pareces una Eichhörnchen.

–¿Una qué?– pregunto, echando la cabeza hacia delante, con los ojos muy abiertos.

Él ríe y se levanta, viniendo hacia mi con su andar seductor y autoritario.

Me coge de los hombros, me sonríe una vez más y deposita un beso en mi cabeza, haciéndome sentir mil y una sensaciones, como si volviera a ser una adolescente con su primer amor.

Ese momento tan especial culmina con una llamada de teléfono que atiendo a regañadientes.

–¿Qué quieres?– suelto, lo más seca que puedo, sentándome en el borde de mi mesa, observando con mala leche al alemán, que tuerce la cabeza para darme una imagen más tierna de su persona.

–Que Jorge ha venido a verme– gruñe Rebeca, con la voz muy baja y a la vez muy alta.

Nunca ha sabido hablar en secreto.

–¿Cómo que ese cabrón ha venido a verte?– digo, alzando una ceja, mientras el chef me mira, divertido.

–Que sí, a la universidad. Dice que necesitaba verme– susurra, en un tono más alto que el de antes. Suspira, esperando unos segundos antes de volver a hablar:–. ¿Qué hago? ¿Le echo?

Me llevo una mano a la frente. Se le ha subido a la cabeza lo de ser buena amiga cuando menos me importa.

–Y yo qué sé. Haz lo que quieras.

–Eso es que sí... Espera, ¿y qué le digo?

–"A tu puta casa"- imito la voz de Rebeca, quien empieza a reírse nada más oírme.

Hugo parece divertirse con mi conversación, pues su sonrisa normalmente inexistente permanece intacta.

–Oh, vamos, no le voy a decir eso– ríe, volviendo a hablar normal.

–Pues haz lo que te venga en gana. Tengo cuestiones a las que atender. Esta noche nos vemos y me cuentas las mil y una formas de echar al ex de tu mejor amiga que además te has tirado.

Nos despedimos y cuelgo, con una sonrisa en el rostro, observada atentamente por el maravilloso de Hugo.

–Esta noche no puedes quedar– me dice, acercándose de nuevo a mí y apoyando sus manos a ambos lados de mis caderas, sobre la mesa, atrapándome.

Su gesto serio y sus pupilas dilatadas me extrañan.

–¿Por qué?– pregunto, dejando ver claramente mi desconcierto.

–Porque lo digo yo.

–Ah, perfecto. ¿No te han dicho nunca que no se mandan órdenes a las otras personas porque sí?

Él niega con la cabeza, apretando su perfecta nariz contra la mía.

–No es porque sí. Es porque lo digo yo.

Flipo con este hombre. ¿Dónde ha aprendido a soltar esas respuestas de bombero?

–¿Ni siquiera te vas a molestar en decirme por qué no puedo quedar con mi mejor amiga?

Se separa de mí bufando, llevándose a la cabeza sus grandes manos llenas de cortes probablemente hechos en sus cocinas.

Da tumbos sobre sus pies, haciéndome poner los ojos en blanco.

Nunca entenderé ni a los alemanes ni a sus extrañas indirectas.

–¿No querías que nos conociéramos mejor?– suelta, segundos más tarde, sin mirarme siquiera.

Me encojo de hombros, aún sabiendo que no me ve.

–Pues la primera parada es conquistarte el paladar, en mi restaurante, a la vez que conversamos, para conquistarte como lo hacen las personas aburridas en este país de locos. Con alcohol, si quieres que nos metamos más de lleno en el papel de españoles.

Las palabras con las que se ha expresado me dejan anonadada. Pensaba que se explicaba mejor que yo, pero ahora me lo cuestiono. Si tenía que sonar romántico, ha sonado todo lo contrario.

–Ya. Entonces...

–Entonces hoy a las nueve, delante del Simply Soft, te esperaré con un menú preparado única y exclusivamente para ti y para mí. Ponte guapa.

No sé por qué, pero una sensación de déjà vu me corroe por dentro.

–¿Puedo traerme a Rebeca?– pregunto, antes de que Hugo Schneider me guiñe el ojo y me deje a solas en mi despacho con muchos papeles de contabilidad a mi alrededor.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now