★ 32

31.1K 2K 60
                                    

Busco desesperada algún indicio que indique que mi mejor amiga estuvo con un chico la noche anterior, pero lo único que encuentro es polvo, pelo por el suelo y algún que otro guante de látex que utiliza para operar bistecs de ternera. Porque Rebeca es así, no cocina, sino que opera.

–¿Qué se supone que estás haciendo con la cara pegada al suelo de mi salón tocando mis guantes?– pregunta, entrando con su inseparable taza de café contra la migraña entre las manos en la estancia.

Me levanto de golpe, como una niña que quiere ocultar su pequeño delito aunque la hayan visto con las manos en la masa.

–Nada.

–Ya, claro, y yo que me lo creo. ¿Qué problema tienes, Meri?

Meri. Rebeca suele llamarme Meri en puntuales ocasiones. Y esas ocasiones puntuales ocurren cuando se ha acostado con algún chico.

–¿Y tú?– río, maliciosa, haciendo ver mis dientes perfectamente colocados y abriendo mucho los ojos.

–Sociópata.

–Más psicópata que sociópata, pero no es lo importante ahora. Lo importante es que te sientes en el maldito sillón y me cuentes por qué no me cogías el teléfono. Y quién era el hombrecito ese que me lo cogió a la décimo tercera vez.

Su rostro se vuelve rojo, más que el mío, incluso. Evita mirarme a los ojos, nada típico de ella cuando quiere confesar, pero lo hace.

Mueve los labios en círculos dispares, mientras que su respiración se dificulta y deja que lo vea por la forma en que su pecho se hincha y se deshincha rápidamente.

–¿Rebeca?

–Ehm... ¿Qué me tenías que contar del gilipollas de tu jefe?– evita mi pregunta, obviamente afectada.

Frunzo el ceño. ¿Qué coño está haciendo?

Bebe nerviosa un sorbo de su café.

–Que es el padre del tío al que he besado.

Casi se ahoga. No sé si por el exceso de temperatura del líquido o por mi confesión.

–Y aún no he dicho lo mejor– digo, entrecerrando los ojos y arrugando mi nariz, haciéndome ver probablemente retrasada, aunque mi intención es parecer traviesa.

–Dispara.

Se sienta a mi lado, haciendo bailar su pierna izquierda como no lo ha hecho en su vida.

–Oye, ¿estás nerviosa?– le pregunto, preocupada por el tembleque que lleva.

–No, no, estoy perfectamente, sigue.

Su respuesta es rápida, casi directa.

No me fío de ella en este preciso instante, pero se lo voy a contar igual. De todas formas, se supone que es mi mejor amiga.

–¿Te acuerdas del gilipollas que me puso una tirita y una mosca en mis platos cinco estrellas?

–Maldito chef– ríe, echando a perder el momento.

–Él.

Su risa se apaga a medida que mi rostro se vuelve serio, terriblemente serio.

–¿Y habéis tenido...?

–¡No!– grito, tapándome las orejas–. ¡Por Dios, Rebeca!

–Tampoco sería tan raro, Meri.

Ya estamos con el Meri otra vez.

–¿Me puedes decir de una maldita vez qué es lo que te ocurre?

Mira hacia otro lado, pero habla igual.

–Me acosté con un chico– suelta de sopetón, como si hiciera tiempo que quisiera decirlo, como si le doliera pronunciarlo–. Estaba frustrada porque había perdido a un paciente durante una operación en la que mi profesor tenía que quitar un tumor cerebral, y por culpa mía y mi maldita obsesión con ser la mejor alumna, toqué un nervio que no era y falleció. Por mi culpa ese hombre inocente murió.

»Estuve mal unas horas, hasta que decidí ir a mi casa, cuando pasé por un bar que hay por aquí cerca. Algo me impulsó a entrar y empecé a beber como un cosaco hasta que prácticamente me quedé inconsciente. Cuando desperté, había un hombre– recalca esto último– diciéndome que todo estaba bien, aguantándome el pelo. Era el camarero.

»En ese momento decidí que no podía haberme emborrachado tanto, que no era propio de mí, pero volví a hacerlo. Un chico de intensos ojos negros y piel tostada por el sol me invitó a una copa. Yo la acepté, porque claro, tenía que olvidarme del hombre que asesiné. Bebí algo más de lo acordado, y me abalancé sobre él. No tuve riendas sobre mí misma. Solo le besé y él me correspondió. El resto te lo debes imaginar.

Le tiembla la voz como nunca. No sé por qué, pero lo hace.

–No volveré a tocar tu cama hasta que no la hayas desinfectado– me mofo, intentando no tocar el tema del paciente de mi mejor amiga.

–Ya... la cama...

–¡Oh, Dios, me he sentado en un sofá lleno de fluidos femeninos y no tan femeninos!– grito, levantándome lo más rápido posible.

Me siento sobre la mesa de café hasta que hace una mueca.

Me echo para atrás, desapareciendo de la pequeña estancia y llegando al vestíbulo. Me apoyo en la puerta de la entrada, esperando a que venga.

–¡Yo no me apoyaría en ninguna pared! ¡Ni en la puerta de la entrada! ¡Esa sí que fue dura para mi espalda! Odio los pomos.

Me echo para adelante. ¿Ha perdido el juicio?

Su figura redondita ríe tras la puerta del salón, viendo mis reacciones mientras bebe su café.

–¿Qué lugares no puedo tocar?– pregunto, mirándola con las cejas alzadas.

–Si yo fuera tú, no iría ni al baño, ni a mi habitación, ni al baño– repite, algo más confiada.

–Eres asquerosa.

Su sonrisa se apaga, casi tristona.

–¿Qué pasa?– digo, acercándome a ella.

Niega con la cabeza.

–¿Quieres algo para beber?– pregunta, yéndose a la cocina.

–Un vaso de agua no estaría mal.

Cuando desaparece, entro en su cuarto. Ya sé que no debería estar allí, principalmente por higiene más que por nada más, pero no puedo evitarlo.

Buscando alguna pista para verificar su historia, me agacho y pego mi cara al suelo para ver qué hay debajo de la cama.

Algo me llama la atención. Estiro el brazo y lo cojo.

Mis ojos se abren como platos. No me lo puedo creer.

En ese instante, mi mejor amiga aparece tras el umbral y se queda petrificada ante la imagen.

–¿Cómo has podido acostarte con él?

El Chef (2015)Where stories live. Discover now