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Me miro en el espejo del baño, con chorretones por toda la cara.

Pego un puñetazo al lavabo de mármol y veo cómo una mujer de unos cincuenta años entra en el baño y se para a observarme, negando con la cabeza, juzgándome en silencio.

–¿Se puede saber qué quiere?– grito, desquiciada.

–He visto cómo su novio dejaba caer la botella de agua por encima de su pelo después de la discusión que han tenido con el hombre más mayor y la otra chica– suelta con toda la naturalidad del mundo, acercándose a mí y tambaleándose sobre los tacones de aguja.

–Es una cotilla. Y no es mi novio– murmuro entre dientes, volviendo mi mirada hacia el espejo.

Mi pobre pelo castaño mojado hasta las puntas me pide clemencia. Y mi rostro redondo lleno de chorretones negros me pide un buen lavado.

–¿Te ayudo?– pide la mujer, tocándome el brazo, acto que hace que vuelva la cabeza como una poseída por el diablo.

–No me toque – advierto–, no será muy agradable para usted si lo vuelve a hacer.

Ella levanta las manos en señal de rendición y yo abro el grifo y me limpio la cara.

Después de haber discutido con mi jefe, con mi hermana, con el chef, con mi madre y conmigo misma, lo último que esperaba era que al gilipollas de Hugo Schneider se le cayera una botella de agua sobre mi cabeza. Gracias a Dios que no me había salido sangre, sino sería el colmo.

La cincuentañera se encierra en uno de los cubículos de lujo y yo me hago una coleta ayudándome con las manos.

Cuando queda bien estirada y estoy presentable, salgo del baño escopetada, antes de que la mujer pueda indagar más en mis desgracias.

Llego a la mesa donde Hugo me pide disculpas con los ojos, mientras que Conrad Schneider y mi hermana se parten el culo con mi llegada.

La nuez de Hugo sube y baja cuando me siento. ¿Qué ha hecho?

–Ahora mis empleados traerán el postre– dice al fin.

–¿Te gusta chulear de que tienes empleados?– bufo, acomodándome en el sillón.

–Tú lo haces constantemente.

Me hierve la sangre. No debería haber entrado en ese terreno.

Antes de que pueda hacer nada, mi hermana se pone a reír a carcajada limpia.

–¿Y a ti qué te pasa?– le pregunto, girándome hacia ella.

Está apoyada en el respaldo de la silla riendo como una foca retrasada, mientras sus manos aplauden una y otra vez.

–¡Ay, qué graciosa!– ríe, dejando claro que está pedo perdida.

–¿El qué?– pregunta Hugo, mirándola con las cejas levantadas.

–No hables con mi hermana– ordeno, haciendo que él ruede los ojos y se apoye en el respaldo de la silla con los brazos cruzados, como un niño pequeño al que no dejan comer una chuchería.

–¡La camarera se ha caído de morros y todo lo que llevaba en la bandeja se le ha caído encima de los zapatos del maître!– se carcajea la pequeña de la familia.

Mi jefe ríe con ella, dejando claro que el exceso en pequeñas dosis de alcohol provoca en ellos dos un efecto contrario al mío, que necesito beberme hasta el alma para emborracharme.

–Eres patético, padre– bufa Hugo, estando acorde con mi mente.

–Es que Lina es muy graciosa– dice el jefe mientras pega unos cuantos hipidos.

Un joven de cabellos negros deja un plato delante de cada uno, haciéndome babear.

Cuando el camarero se va, toco repetidas veces el antebrazo de Hugo para que me haga caso.

–¿Qué?–suelta, seco. Parece yo.

–¿Qué es esto?

–Lo tuyo es un marshmallow de remolacha con un helado de chocolate peruano y tierra de brownie de chocolate y remolacha, en conjunto.

–¿Un qué?

Sonríe, amable. El vello se me eriza con la inocencia de su rostro al sonreír de tal manera.

–Si quieres te lo cambio por mi coulant de interior de chocolate negro con sal y el bizcocho de manzana, naranja y jengibre.

–Menuda maravilla– suspiro, mirando a sus increíbles ojos azules.

–El de tu hermana es un helado de curry y oro comestible bañado en un gel de agua de coco y sésamo negro para darle un toque oscuro.

Se me abre la boca al instante, mecánicamente. Hugo sonríe más ante mi reacción.

–El de mi padre– continúa–, es un bizcocho de coco y lima cubierto por una ganache de chocolate blanco y wasabi.

Ya estoy sudando con ese último postre, y aún no he tocado ni el mío.

A propósito de ello, cojo una cuchara y se la clavo en mi marshmallow de remolacha y la mezclo bien con un poco de brownie y un poco de helado.

La explosión de sabores que se forma en mi boca no tiene descripción. La suavidad y la delicadeza con la que se deshacen las tres cosas en mi boca, hace que guste del plato como nunca antes lo había hecho.

–¿Te gusta?– pregunta Hugo, quien ha pedido por mí, gracias a Dios.

–Me encanta.

–Son las mejores cuatro recetas que he hecho en la carta esta temporada– afirma, orgulloso, mientras los otros dos energúmenos engullen sus platos.

Antes de que mi hermana se lo termine, le robo un poco de mousse y una enésima parte del cuarto que le queda de su pastel.

El contraste de sabores me cubre todo el paladar, dejándome con ganas de más. El problema es que ese más ha se lo ha zampado la borracha de mi hermana.

Mi jefe me ofrece una cucharada del suyo, y acepto de buen grado.

El wasabi picante y la dulzura del chocolate blanco es lo primero que siento, para después entrar en el frescor de la lima y la delicadeza del coco. Mis papilas gustativas disfrutan como nunca antes. Cierro los ojos para retener el momento en mi mente y guardarlo como el mejor momento gastronómico de mi vida, a pesar de que lleve una coleta demasiado estirada por el pelo mojado y la cara desmaquillada dejando ver mis pares de pecas y alguna que otra manchita por culpa de los granitos que tuve durante mi adolescencia, sin contar con mis pequeños ojos tras unas gafas de gran aumento y mis mofletes redondos.

–No me mires– suelto, aún con los ojos cerrados, dirigiéndome a Hugo.

–¿Cómo...?

–Habilidades de mujer.

Oigo su cuchara pegar contra el plato y, pronto, siento algo frío contra mis labios.

Abro la boca y dejo que me dé de comer su coulant. Con su cuchara. Y su mano dirigiéndola entre mis labios.

Lo primero que noto es el ligero toque picante del jengibre, que oculta a los otros ingredientes que poco a poco se abren paso en mi boca. La ligereza del chocolate peruano mezclado con la naranja ácida me provocan un escalofrío tan delicioso como el coulant. Noto más tarde la dulzura de la manzana, oculta todavía un poco por el wasabi de mi jefe y por el jengibre de Hugo.

Abro los ojos de golpe, viendo cómo todos me observan mientras disfruto de cada bocado.

El chef deja su cuchara a un lado y coge la mía. ¿Qué va a hacer?

Corta un trozo de marshmallow y se lo mete en la boca con lentitud, como si estuviera en un anuncio de la televisión. Con mi cuchara. En su boca.

Después, se relame los labios ante mi atenta mirada y deja la cuchara a un lado, preparada para que yo la utilice.

Que Dios me ampare.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now