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En el fondo de mi corazón, yo, María Sastre, sé que no ha sido una buena idea haberme mudado desde el primer momento en que he pisado esa maldita casa.

Yo siempre he estado bien viviendo con mis padres. Suele ser un martirio que cada día me estén echando en cara que, trabajando y teniendo un sueldo bastante decente como para alquilar un piso para mí sola, es necesario irme y dejar que ellos se queden en nuestra casa, demasiado grande para solamente dos personas. Aunque esa precisamente sea su menor preocupación.

Sin embargo, a mí siempre me ha gustado vivir con mis padres. Yo soy alguien independiente, digo, claro, por qué no, pero, desde mi distorsionada perspectiva de los veinticuatro años, siento que todavía tengo un cordón umbilical que me cuelga del cerebro y necesita todavía estar junto a sus padres. Tampoco soy tan vieja.

Mi hermana, exceptuando esa etapa entre los doce y los dieciséis -cuando era un gorrión depresivo cobijado en las alas de su madre-, es bastante distinta a mí en ese aspecto. Bueno, y en todos. Yo soy la guapa de la familia. Y la creída también.

Recuerdo cuando se quiso ir a estudiar a Alemania, donde Cristo perdió el gorro, y, aunque le costó desmamarse, acabó montando una clínica veterinaria nada más terminar la carrera donde, por lo visto, sacrifican camaleones y luego se lían con el dueño, aunque sin liarse realmente, porque obviamente es virgen aunque no lo quiera admitir. Andrés ya lo admitió por ella. Aunque lo importante no es su vida sexual, sino el hecho de que ella se ha conseguido separar antes de nuestros padres que yo. Virgen pero independiente.

Y ahora que creía que yo también lo había conseguido, me siento como una idiota con las orejeras preparadas en la mesita de noche y con pantuflas en formato botín de interior de pelo de borrego. Todos los poros de mi piel desprenden que...

–Pareces imbécil– interrumpe mis pensamientos el bueno de Björn Schneider. Ni siquiera sé por qué tengo que soportar esto.

–Yo al menos no me mancho la frente cuando como espaguetis que anteriormente he cortado con unas tijeras para poderlos comer con una cuchara– gruño entre dientes, mirando a Björn.

–Marría, Björn, por favor, comportaos. Tenéis veinticuatro y veinticinco años, yo creo que ya es hora de que al menos uno de los dos madure. ¿Eh, jefa?

Siento un extraño cosquilleo en mi barriga cuando me llama jefa. ¿Debo serlo, teniendo en cuenta que su padre es el mío, y que él probablemente llegue a serlo algún día?

Conrad Schneider empieza a reír sutilmente, aunque, a pesar de sus esfuerzos, acaba tosiendo como si sufriera un estado avanzado de tuberculosis.

–Es ist nicht so lustig, vater– interviene Björn, con salpicaduras por toda la cara de la salsa abusiva de tomate que cubre por completo su plato ínfimo de espaguetis. ¿Quién se supone que se echa más salsa que pasta?

–Lo que es gracioso es tu cara– sigue tosiendo su padre, aunque no parece importarle demasiado–. ¿Cómo puedes llamar a alguien imbécil llevando chorretones de zumo de tomate por el pelo?

Hugo pone los ojos en blanco y remueve con verdadero ímpetu su plato, que, por cierto, no ha preparado él, sino el misógeno de mi jefe. Y suyo, ahora que lo pienso bien.

–¿Y el hecho de que hayas cocinado tú no es gracioso?– parece oírme Hugo, dando un golpe a la mesa.

Tanto su hermano pequeño como su padre callan, aunque el segundo todavía suelta una risita echando un vistazo al pegote que uno de los mechones del flequillo de Björn se han quedado pegados. Ya entiendo por qué se ducha después de cenar.

Yo soy la primera en terminar la cena, y no tardo en darme cuenta de que ellos no van ni por la mitad, por lo que, por alguna bendita razón que seguro jamás comprenderé, hago como si siguiera comiendo, bordeando el plato con una cuchara para coger la salsa que queda. Incluso así, cuando mi plato parece que está tan limpio que no hace falta fregarlo, Hugo parece que se ha servido otra vez y que acaba de empezar, aunque sé a ciencia cierta que no ha podido ser así, porque no queda nada en la olla gracias a mí.

Lo que sí que encuentro, como un fenómeno antinatural y excepcional, es a Björn, mirándome con admiración. Bueno, a mí no, sino a mi plato y a la forma en la que no he dejado ni una gota visible de salsa de tomate.

Es una situación de lo más absurda.

–¿Ya has terminado?– pregunta el señor Schneider, sin esperar respuesta. – Ya puedes empezar a fregar los cacharros.

Le miro con odio. ¿Cómo un hombre del siglo XXI todavía puede pensar así, como un maldito neardental? Seguro que las cavernícolas estaban menos prejuiciadas que yo misma.

–No soy su criada, señor Schneider, así que no intente tratarme como tal. E, incluso si lo fuera, no tendría el derecho a hablarme como si fuera un perro.

–Qué ofensiva para mi pobre Askia, jamás la trataría como a alguien como tú– se mofa.

Lo más gracioso de todo, es que ni Hugo ni Björn se atreven a decir nada.

–Ya. Pues tu pobre Askia tiene la suerte de no haber nacido humana y sí chihuahua.

–Es una Rottweiler. Yo no crío a animales con complejos, sino a los que son tan alemanes como yo. Deberías haberlo previsto antes de insultar a Askia– levantó el mentón, en un tono solemne, firme, como si estuviera hablando con el perro. No entiendo cómo este hombre puede haber llegado donde ha llegado, y haber tenido dos hijos y una mujer que haya podido aguantarle más de un intercambio de miradas.

Me levanto de la mesa, pero no para hacer lo que esta especie subdesarrollada pretende que haga, sino para coger mi bolso, colgado en una percha de la entrada, donde se encuentran siete abrigos preciosos de Hugo, y sonreír al personal.

–Tienes una familia muy acogedora. Espero que te entretengas con ella, al menos, esta noche– me dirijo expresamente al chef, inclinándome a modo de despedida, y abriendo la puerta.

–¡Marría, vuelve, ellos son los que tienen que marcharse!– intenta retenerme.

–Pero shi yo todavía no ghe terminagdo– se queja Björn, con la boca llena.

Cierro los ojos, y, para mi sorpresa, también la puerta.

Pensaba que aguantaría más de una semana.

Hugo se levanta, dejando caer la servilleta de tela que tenía sobre sus muslos al suelo, y se acerca a mí. Descuelga el bolso de mi hombro y vuelve a ponerlo donde estaba antes de ponerme un mechón detrás de la oreja. Yo la agito, porque realmente me molesta que el pelo se quede allí, enganchado a las gafas, haciendo bulto en mis pobres y delicadas orejas.

El chef, ante la atónita mirada de su padre y la asqueada de Björn, baja su cabeza y encaja sus labios en mi boca a la perfección, aunque no sirve para hacerme sentir nada. El hecho de que me muerda el labio sí que me hace reaccionar, en cambio. Malditos dientes perfectos.

–Me daish diabetesh. Ashco.

Al menos hay certeza de que: uno, al menos me quedaré ocho días en ese ático del infierno, y, dos, Björn Gottlieb Schneider no tiene la intención de molestarnos demasiado esta noche, como lo lleva haciendo toda la semana.

–Ya se ha salido con la suya– bufa mi jefe–. Mujeres.

Y, probablemente y con suerte, tercera certeza, el señor Schneider mañana no estará dando por culo también en el desayuno.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now