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–Fuera de mi despacho– le digo, sin levantar la cabeza. No quiero verle la cara.

–No lo he dicho en serio– se excusa, con la voz más falsa que le he conocido.

–Véte.

–Escúcheme– oigo la puerta cerrarse antes de que continúe–. No lo he dicho en serio, quería ver cómo reaccionaba...

–¡Que te vayas, joder!– chillo, viéndome obligada a levantarme y gritarle mirándole a los ojos.

Él, mucho más que tranquilo, avanza hasta llegar al sillón que siempre le tiendo y se sienta, como si nada.

–¡¿Tú me oyes?!– grito.

–¿Y tú a mí?– dice, calmado, poniendo una pierna sobre la otra y rozándose los labios con el pulgar.

¿Como puede ser tan sexy y a la vez tan hijo de puta?

–No te quiero ver, no te quiero hablar, no te quiero escuchar y no te quiero tocar. ¡Fuera!

–¿Y saborearme? ¿Me quieres saborear?

¿Pero de qué coño va este tío?

Cojo lo primero que tengo a mano y se lo lanzo.

Él se levanta de golpe, chorreando tinta por todo mi limpio parqué.

–¡Estás loca!

Me siento y me trago mi orgullo, mi vergüenza y mi sensibilidad y le miro fría, como si no me importase una mierda que me lance indirectas delante de todo el mundo.

–Por favor, coge tu dignidad y véte, el restaurante se abre a las doce y son menos cuarto. Ocupa el jodido puesto de trabajo que tu padre te ha regalado– murmuro, muy tranquila, sin mirarle siquiera, entrelazando mis dedos y ofreciendo una posición diplomática.

Cuando se da la vuelta y pienso que le he ganado, vuelve atrás para ponerse a mi lado, rodeando todo el escritorio para llegar a mí.

Coloca sus dos manos en los reposabrazos de mi silla y me acorrala.

Sus dos zafiros se clavan en mí de tal intimidante forma que no puedo hacer otra cosa que pegar un grito por el susto y el canguelo que su mirada y presencia me provocan.

Veo cómo sus pupilas están dilatadas y cómo sus mejillas están rojas, al igual que la mayoría de su rostro.

Todos sus poros destilan rabia e ira, y no lo veo ni en condiciones ni capaz de contener su genio.

Da todo el miedo que se podía esperar de un alemán cabreado. Incluso más.

–Si tuviera que descargar toda mi rabia sobre ti, te mataría– escupe, desencajando la mandíbula, tuteándome, confirmando mis sospechas.

Mi corazón late muy fuerte, casi tanto que no sé en qué momento dirá basta y explotará.

–No lo harías– digo, tragando saliva. Oh, mierda, qué miedo da.

–Ponme a prueba.

Sus ojos brillan más aún, mientras que su rostro va apagando el color, pero aún manteniendo el rojo vivo en sus mejillas.

Su aliento a chicle de fresa me distrae en un principio. ¿Cómo un hombre tan imponente puede mascar chicle de fresa en una reunión?

Sus labios brillantes y suaves están entreabiertos y ligeramente hinchados, como si se los hubiera estado mordiendo o algo parecido, por lo que se convierten en mi segunda distracción. El deseo de saber cómo ha conseguido naturalmente esos hermosos y afrodisíacos labios me corroe por dentro.

Después me obligo a subir la mirada. Allí es cuando me encuentro con la suya, inquisidora, arrogante y cuadriculada, calculadora y maniática. Me escruta con sus bellos ojos todo el rostro, buscando algún gesto de culpa que, seguramente, no encuentre. Sus zafiros se ocultan tras sus pupilas, que han aumentado de tamaño tras gritarme como un descosido. Se convierten en mi tercera distracción, haciéndome perder el control.

Y no puedo hacer otra cosa que perder el control en este preciso momento.

Le agarro de la americana gris de su traje y lo atraigo hacia mí.

Sus labios tocan los míos con fuerza, como si todo estuviese planeado, y entonces empieza a devorarme como si nada de lo anterior hubiera pasado.

Sus manos pasan de aprisionarme a agarrarme del pelo para atraerme más a él.

Me levanta y nos quedamos de pie, él agarrándome del cabello castaño y yo estirándole de la chaqueta gris.

Miles de emociones se acumulan en mi interior, haciéndome perder el control de una forma totalmente externa a lo que había sentido antes.

Se pega más a mí, haciéndome sentir el calor de su cuerpo, su pasión, su fuerza y violencia.

Justo cuando creo que lo he olvidado todo, se separa y me mira como si fuera el monstruo que se escondía bajo su cama en su tierna infancia.

–¿Qué me estás haciendo?– dice, asustado, agarrándose la camisa por la parte donde debería estar el corazón.

–No lo sé– me sincero, balbuceando como una niña pequeña que desconoce el uso del vocabulario básico, sin estar segura sobre a qué se refiere en realidad.

–No me puedes besar así como así, estaba enfadado...

–Tú me enfadaste a mí– aclaro, con la voz muy fina y temblorosa.

–Me has besado.

–Lo he hecho– asiento, más convencida.

Con un paso se pega a mí todo lo posible y clava su frente en la mía.

Sus ojos y los míos conectan y por un momento creo que utiliza Rayos X y me va a atravesar con ellos.

Se humedece los labios y yo me cruzo de brazos, agarrándome la barriga.

Con su fría y grande mano me levanta la barbilla y me da un pico que me resulta inocente para lo que él representa, pero me agrada.

En verdad, cualquier contacto que me profese Hugo Schneider, a partir de este momento, me agrada.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now