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-Dijo: "vete, por favor", y cerró la puerta como si fuera un mal espíritu- le digo a mi mejor amiga, desde la otra línea de teléfono.

-¿Y qué hizo Norma?- pregunta ella, mientras yo organizo un par de papeles.

Me siento sobre la mesa, contando los informes que he escrito hace un par de horas para ver si están las doce páginas, y luego, ordenados, los dejo enfrente de mi silla, al otro lado de la mesa.

Oigo a alguien tocar a la puerta dos veces y, aunque ya sé quién es, dejo que se quede allí, sin entrar.

-Me miró desde dentro de la casa, y se rio de mí, como Björn, a quien solo le faltaba tirarse por el suelo para hacer ver que se estaba carcajeando de mi desgracia.

Oigo a mi amiga chasquear la lengua.

-Es un hijo de puta. Después de lo que te ha hecho. Es un alemán cabrón, un gilipollas, y un hijo de su puta madre. ¿Cómo que te echa de su puta casa después de casi haberte matado del susto y haberlo intentado arreglar después? No, María, ni lo intentes. No le defiendas- me interrumpe.

Pongo los ojos en blanco y abro la puerta. Allí, con su traje color marrón claro, su camisa amarilla y su corbata granate de los años ochenta, se encontraba el hombre barrigón que más dolores de cabeza me había dado desde que ascendí a directora por órdenes directas del dueño, a pesar de mi poca experiencia al contar solo con veintitrés años cuando lo hizo.

-Manolo, ¿en qué puedo ayudarle?- pregunto, tapando el micrófono de mi móvil para que Laura no oiga la conversación.

-Manuel- me corrige-. El señorito Schneider me acaba de pedir que la vaya a buscar, que precisa de su ayuda en este momento, pues...

-¿Que el señorito Schneider precisa de mi ayuda?- digo en un tono más alto del que debería haberlo hecho, pues Laura también me oye.

-¿Ese malnacido? A la hoguera con él. ¿Me oyes? ¡María!

Le cuelgo el teléfono y voy a dejarlo sobre la mesa, donde estan mis llaves colocadas, y vuelvo con paso firme hacia la puerta para encarar, de nuevo, al subdirector.

El señor, con su cabello teñido de marrón rojizo tan atractivamente colocado a modo de cortinilla para tapar su calvicie, me sonríe con sus dientes amarillentos y se coloca la carpeta que lleva entre las manos sobre la barriga, un bonito apoyo que también va a explotar esos pobres botones débiles que cuelgan desde hace años.

-¿Dónde está el "señorito Schneider?- pongo los ojos en blanco, metiendo la llave en la cerradura para bloquear la puerta blanca de mi despacho. No hay que fiarse de nadie, nunca, visto lo visto.

-Con una señora- lo dice con voz ronca, antes de aclararse la garganta azorado-. Están en el hall, en la zona de descanso, es decir, en los sofás.

Me giro lentamente para observar a aquel hombre, al que le saco dos cabezas, por lo menos cuando llevo tacones, con aspecto de vecino carcamal que se queja de todo y todos, con los ojos redondos como los de un cerdo y un bigote canoso que da mucho asco. No sé cómo puede trabajar aquí.

Niego con la cabeza y dejo atrás a Manuel Castaño, andando directamente hacia el vestíbulo del hotel, siempre frecuentado por una gran cantidad de extranjeros de todas las edades, aunque, ahora, tristemente ocupado por un dios griego y una zorra alemana.

Sentados en el sofá de tela grisácea que hay frente a la recepción, donde una aburrida Nuria juguetea con Carlos, que está peor que ella, están mi amor platónico, Hugo Schneider, y un animal de bosque sonriéndole, mientras mantienen una conversación de lo más emocionante.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now