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–Oh, Dios, no– me digo, dándome la vuelta.

Cierro los ojos y espero que el hijo del diablo que es Jorge no note mi presencia.

Pero sí la nota. Desde luego que la nota.

–¿María?– me llama.

–¡Jorgito!– me doy la vuelta con una gran falsa sonrisa, que perfectamente podría ganar el Óscar a Mejor Actriz. O a Mejor Sarcasmo, si es que eso existe.

Sus ojos negros se clavan en mis labios, haciéndome incomodar. Ya sé que le gusta que me los pinte de rojo, pero...

–¿Qué haces aquí?– le pido, acercándome hacia él con una gran profesionalidad.

–He venido a esperar a mi primo, que se aloja aquí, y como fuera hace frío, he entrado– informa, poniendo las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones negros. Esos que le marcan un culo de escándalo.

–Ah. Bien.

Tuerzo una sonrisa y miro hacia los lados, incómoda, intentando parecer natural con las manos cruzadas detrás de la espalda.

–No es tu hotel ¿verdad?– me pilla desprevenida.

–Soy la directora, no la dueña.

–Ya.

Ruedo los ojos y me dispongo a irme, cuando una de sus manos agarra mi antebrazo, haciendo que me gire de inmediato.

–Lo he dejado con Carol– dice, haciendo una mueca–. No era tú.

«No me jodas».

Asiento, tragándome mis insultos y sonriendo cada vez más. Creo que se me va a desencajar la mandíbula.

Miro el reloj, esperando a que me suelte, pero no lo hace. Al contrario, pues me abraza y empieza a lloriquear.

Me quedo inmóvil un rato. ¿A las diez de la mañana ya me ocurren estos imprevistos?

Finalmente, me aparto, dejando su nariz algo grande y ligeramente aguileña roja a la vista de los huéspedes, con un ligero empujón en su esternón. Yo no me merezco esto.

Agarro mis carpetas con mis dos manos sobre el pecho y me pongo seria.

–Que tengas un buen día.

Me giro y a lo lejos veo a Hugo Schneider poniéndose un delantal, para entrar en el pasillo donde está la cocina.

Sus ojos alcanzan mi posición y me cago viva.

Con un impulso que preferiría haber ignorado, me giro hacia Jorge y le abrazo, como si fuera realmente mi novio, y no aquel inepto que se ha tirado a una tía con un piercing en la nariz.

Ahora es él el que se queda de piedra, pero lo acepta, rodeándome cuidadosamente mi espalda con sus brazos largos y desproporcionados con su cuerpo, como sus piernas kilométricas y delgadas, que se pegan a las mías mientras sus manos aprietan mis lumbares.

Las carpetas que llevo en una mano se tambalean cuando le hago girar sobre sí mismo, para tener a la vista al chef del Simply Soft, algo que también le hace gruñir sin enterarse de nada.

–Ni se te ocurra moverte– le susurro a Jorge, para su desconcierto.

–¿Por qué? ¿Ese guaperas no te deja en paz?

Levanto como puedo la rodilla y le doy en sus partes nobles con suficiente fuerza para hacer que se queje, con un gesto de asco reflejado en mi rostro.

–Cállate, Jorge, y abrázame.

Seguro que está levantando las cejas y negando con la cabeza. Como siempre, o, al menos, desde que tenemos trece años.

Cierro los ojos y me dejo llevar.

El aroma de su perfume favorito impacta a mi olfato, quien devora el olor con solo respirar.

Muevo la mano por su espalda, acariciando una camisa de cuadros roja que le regalé yo.

–¿Aún la llevas?– pregunto, sin abrir los ojos, disfrutando del momento sin pensar que le odio, o debería odiarle, ahora mismo.

–Por supuesto. No tenía nada más limpio que ponerme.

Le doy un empujón suave en el hombro y sonrío, por primera vez, naturalmente.

–¿Puedo hablar con usted, Marría?– pide una voz firme y grave, interrumpiendo el momento.

Me separo de golpe de Jorge y la imagen de cuando me dejó vuelve a mi cabeza. Frunzo el ceño. No puedo mirarle a los ojos.

Frunzo los labios también cuando, sacándole al menos diez centímetros, el chef aparece tras la cabeza de Jorge.

–Dios, ¿qué quieres?– pregunto, de mal humor.

–Aquí no, vamos a tu despacho– dice, moviendo la cabeza en dirección al lugar indicado.

Miro a Jorge, quien lleva el mismo cabreo que aquella Navidad en que su madre se olvidó de comprarle algo pero le dio un coche a su hermano mayor.

Él niega con la cabeza, pero recuerdo lo que le odio y lo que prometí que le odiaría.

Levanto la cabeza y emprendo el camino hacia mi despacho.

Hugo sonríe, victorioso.

Me alejo de Jorge, dejándolo con la boca abierta y muy mala leche.

–¡Llámame!– grita, cuando estoy demasiado lejos para volver a girarme hacia él.

Noto la presencia del hombre de metro noventa detrás mío. Es imponente.

Con las manos temblorosas, abro la puerta de mi despacho y entro en la estancia, dejándola abierta para que él pase.

Se oye el seguro cerrarse y me digno a mirarle.

–¿Se puede saber qué quieres?

–Decirle que la chef me contrató y que espero que no le moleste demasiado.

Estoy por arrancarme los pelos y hacérselos comer, pero me limito a mantener el rostro serio.

–¿Para eso has interrumpido la visita de mi novio?

Él se pone a reír a carcajada limpia, volviéndose rojo al instante. Frunzo el ceño.

–¿Qué es tan gracioso?

–¿Tu novio? ¡Le mirabas con más asco que a mí la primera vez que nos cruzamos!

Sonrío ante el comentario. No sabía que el alemán tuviera sentido del humor.

–Necesitaba estar a solas con él...

–Necesitaba que la rescatase– murmura, casi imperceptiblemente. Pero yo le oigo.

–¿Por qué quieres trabajar aquí?– inquiero, rascándome una oreja–. Y no me digas que te aburres porque sólo trabajas de noche. Sé que vienes a joderme a mí y a mi hotel.

–Quiero probar, nada más– suelta, pensativo–. No te creas que es en el primer restaurante que entro como temporal para conocer su carta– veo un atisbo de sonrisa en su rostro altivo.

–Eres un maldito hijo de puta– murmuro entre dientes, a la vez que él entrelaza sus dedos en su pelo dorado y brillante, haciéndome perder el hilo de la conversación.

Observo sus facciones marcadas una vez más. Su nariz es mucho más bonita que la de Jorge, sin duda. Aunque los ojos de los dos podrían competir. Unos muy azules, otros muy negros. Hermosos.

Mi vista pasa a su pelo de nuevo, y deseo acariciarlo, olvidando que debería estar enfadada con el que me desobedeció, pero no puedo. No puedo resistirme al encanto del cabello de ángel dorado. Me es medianamente imposible.

–¿Cómo quedó nuestro trato, señorita Sastre? ¿No era que no me podía observar como al hombre de sus sueños?

–Eres un engreído de mierda. Sal de mi despacho.

Mi orden no sirve de nada más que para hacerle sonreír. Primero a él, después a mí.

–En el fondo te gusta que sea un engreído de mierda al que tienes como empleado– dice, antes de girarse e irse por la puerta por la que he abandonado a mi exnovio, dejándome más helada que la casa de un esquimal.

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora