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Recojo los últimos papeles que hay sobre mi mesa y me dispongo a salir del despacho tras un duro día de sudor y lágrimas.

Los recortes afectan hasta a un hotel de cinco estrellas, por lo que el presupuesto que el señor Schneider ha impuesto esta mañana no tiene el mismo valor que el que teníamos ayer.

Cinco hombres y tres mujeres han sido despedidos esta mañana por mí, por lo que mi humor ha caído en picado desde mi decisión.

–Lo siento– murmuro mirando al cielo, a la vez que abro la puerta de mi despacho y salgo hacia el pasillo que lleva a la recepción.

Normalmente, a las ocho de la noche no hay mucha gente pululando por allí, pero hoy parece que regalan boletos de lotería.

Visualizo al subdirector en la entrada del hotel hablando con la nueva gobernanta y me dirijo a él con paso firme.

–¿Qué pasa?– pregunto, anunciando mi llegada.

Tanto el subdirector como la gobernanta se giran hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja.

–Estamos despidiendo como se merecen a los empleados que han sido echados – aclara ella, con un tic en el ojo que me desquicia.

–¿Cómo que despidiendo a...? ¡No puedo permitir esto! ¿Qué van a pensar los clientes?

Me abro paso entre la gente hasta llegar a las preciosas escaleras de mármol que coronan la recepción.

Subo un par de escalones y pego un grito para que todos me miren, pero no consigo nada.

Alguna que otra cabeza se ha girado hacia mí, pero no me hacen caso.

Después de todo, he sido yo la que he echado a esa gente a la que despiden.

Bajo los tres escalones que he subido y toqueteo el hombro de Alejandro Pol, el jefe de animaciones, que se gira hacia mí en un acto reflejo.

–Ven– le digo, cogiéndole del brazo y arrastrándole hasta mi posición anterior–. Ahora, pega un grito, que se enteren.

–¡Gente!– chilla, con su voz gruesa y potente, haciendo que todos se callen de golpe y los murmullos aumenten.

–De acuerdo. Ya sé que estáis muy afligidos por la marcha de estas maravillosas personas, pero no podéis estar obstruyendo el paso a los huéspedes por abrazar y consolar a cierta gente– intento parecer comprensiva y lo más amable que puedo–, así que, si no os importa, id por las escaleras de servicio hacia el sótano y allí ya hacéis lo que os dé la gana.

–¡Una orgía! – grita algún gracioso.

–¡Secuestrarte y matarte!– ríe otro.

Intento ignorar los comentarios y sonrío como la gran actriz que soy, incitando a todo el mundo a que se vaya de la recepción.

El primero en hacerme caso es Alejandro, quien se aleja de mí como si sufriera una enfermedad contagiosa.

Todo el mundo se va dispersando poco a poco, hasta que quedan tres o cuatro personas que supongo que son huéspedes.

Me muevo hacia la recepcionista, una chica joven y de gafas de pasta que me recuerda a mí en varios aspectos físicos.

Me sonríe y yo le sonrío a ella.

–Nuria, ¿verdad?

Ella asiente, mientras atiende al teléfono.

–Si vuelven a la recepción o hacen ruido que pueda molestar a los clientes, no dudes en llamarme– le digo.

Nuria vuelve a asentir, esta vez sonriente.

Sus labios son más finos que los míos y su nariz es bastante más grande y chata, pero, si no fuera por esas dos características, su rostro redondo y pálido hubiese sido muy parecido al mío.

Cuando cuelga el teléfono, sonríe, mostrando cómo sus mejillas regordetas se inflan.

–La avisaré, señorita Sastre, no se preocupe.

−Gracias− digo, sonriendo levemente.

El teléfono vuelve a sonar con insistencia y lo coge. En nada se pone a hablar en alemán con quien se encuentra en la otra línea y noto su grave preocupación. Debería haber prestado atención a la conversación para enterarme de lo que está ocurriendo.

No tarda en informarme.

−El cliente de la 112 dice que ha llamado hace veinticinco minutos para pedir una toalla y todavía no ha sido enviada.

Me doy cuenta demasiado tarde de que no me habla a mí, pues ya he respondido.

−Pues dile a la gobernanta que mueva su culo y lo entregue ella misma.

−Dice la señorita Sastre que le entregue usted la toalla, para evitar que el mensaje llegue fallido− embellece mis palabras.

Es entonces cuando me doy cuenta de que aún tiene el teléfono en la oreja y que ha llamado a la gobernanta para informar del problema. Buena chica.

Cuelga el teléfono y me ofrece una sonrisa enorme.

Dejo entrever mis dientes y me doy la vuelta, preparada para llegar a mi casa y darme un baño de agua caliente y mucha espuma en la bañera de mis padres. Lo necesito.

Antes de que pueda poner un pie fuera, una voz masculina que no sé de dónde aparece, me detiene.

–¿Le ibas a besar de verdad?− murmura, haciéndome perder el control por completo.



El Chef (2015)Where stories live. Discover now