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Camino hacia mi habitación, con una sonrisa imborrable en mi rostro, dejando a mi paso las huellas de mis pies descalzos solamente cubiertos por unas medias de nylon.

Todavía me cuesta entender cómo las piedras que se me clavaban en los pies no me han molestado en todo el tiempo que he estado hablando fuera con Herr Perfekt.

Me ahueco el cabello antes de cruzar la puerta que lleva al pasillo donde se encuentra mi cuarto, dispuesta a encerrarme por un buen rato a meditar sobre lo ocurrido. O simplemente coger mi pijama e irme a duchar de una vez.

Cuando mi pie de tamaños considerables se apoya en el parqué provocando un ligero crujido, un gemido de desesperación interrumpe mis pensamientos.

Alguien sorbe por la nariz, haciéndome sospechar, para después confirmarme con un desesperado llanto que mi hermana pequeña está llorando.

Me muevo en dirección contraria a mi habitación, preparada para ejercer de hermana mayor, como ha sido estos últimos casi veintidós años.

No me paro a tocar a la puerta, me echaría nada más intentarlo, por lo que entro en el cuarto de paredes fucsia y una de papel pintado de flores azules, verdes y rosas sin miramientos.

Mi reflejo en el espejo que tengo delante, el de la puerta corredera de su armario, pasa desapercibido a mis ojos, como nunca lo había hecho.

Me encanta mirarme al espejo, es mi mayor hobby después de dormir y hacer el vago. Y de besar a Hugo Schneider.

A la derecha, más allá de la estantería llena de muñecas y bebés de juguete, en la cama de edredón blanco de rosas rosas y tallos verdes, está la pequeña de la casa, boca abajo, ahogándose en sus propios llantos, pegándole golpes a la almohada de látex en la que tanto ha dormido, agarrando a su peluche preferido.

–Lina– digo, en una voz casi imperceptible, en un susurro allegado del fondo de mis entrañas.

Mi hermana ni se inmuta, solamente vuelve a aporrear a la pobre almohada soltando un grito amedrentado por el edredón que tiene pegado a la cara.

Pega un par de patadas antes de que yo llegue a ella y le coloque una mano en el hombro, preparada para recibir algo que duela.

Se gira de golpe con su cara demoníaca y me muerde, haciéndome gritar por el dolor, soltándome cuando se cansa, obviamente enfadada y más dolida que yo misma.

Mi mano palpita, con los dientes del monstruo que han engendrado mis padres marcados en ella, dejándome un moratón que tardará en salir.

Maldigo en voz baja, aún sabiendo que no es ella de verdad, que está fuera de sus cabales.

–Carolina Sastre– repito con voz de reprimenda, haciendo que se gire y me observe con los ojos húmedos y rojizos, llenos de rabia, odio y dolor.

Por primera vez se da cuenta de mi presencia, su bestia ya se ha calmado.

Me lanzo sobre ella y la abrazo, sin saber por qué, sin saber la razón de su disgusto, pero aún así abrazándola.

–Yo le quiero– brama ella, llorando como nunca, humedeciéndome la mejilla que tengo pegada a la suya.

–No llores, cuéntaselo todo a la Tata, venga, no llores más– le digo, dándole un beso en el mojadísimo moflete regordete que la acompaña desde que nació.

Pese a que los llantos siguen, los gritos disminuyen, calmándola ligeramente, eliminando a la hermana violenta y malcriada y volviéndola la niña insegura y muerta de miedo que siempre ha sido y siempre será.

Por desgracia, yo soy la única que conoce esa faceta.

–Me ha...– dice, jadeando, atragantándose con sus propias palabras. Yo la abrazo aún más fuerte– me ha dejado... Andrés me ha dejado...– repite, una y otra vez, con la voz ronca y hecha añicos, como su corazón.

–Oh, no llores, no es nada–- intento consolarla, dándole palmaditas en la espalda y haciendo ruidos como los que le haría a un bebé.

Ya no sonrío, ya no pienso en Hugo, ya no pienso en nada de lo que ha ocurrido. Solamente pienso en mi hermana, vuelvo diez años atrás, cuando yo tenía catorce y ella doce, cuando sus dos únicas amigas le dieron la espalda y se pasó sola los dos años siguientes, fingiendo ser feliz cuando cada tarde lloraba entre mis brazos.

Echo de menos esa hermana pequeña, consolada por mí, a la que odiaba y a la vez amaba, a la que no me perdonaría nunca que le pasara nada.

–Mañana vuelvo a Düsseldorf– me informa entre jadeos, contándole respirar.

–Está bien, está todo bien– digo, sonriendo entre los enredos de su pelo, aceptando que ella me peine el mío con sus dedos largos y desarrollados por haber tocado el piano desde los seis años.

–Quiero que él se quede aquí, quiero tener tiempo de sacar sus cosas de nuestro piso y olvidarle.

Asiento con la cabeza, cerrando los ojos y respirando profundamente.

–Él tiene trabajo, no puede dejarlo– intento convencerla.

Solo me faltaría quedarme a solas con el ex de mi hermana ahora que Hugo y él se han conocido de verdad.

–Me vuelvo a Alemania y él se queda en España. Ya irá a trabajar en unas semanas, no le afectará en absoluto– gruñe, clavándome las uñas intencionadamente.

–Shh– pronuncio, intentando calmar su ira–. Yo puedo hacerle pagar por esto, Lina.

–¿Tú?– dice, alzando la voz y separándose de mí, horrorizada. – ¡Tú no puedes hacer nada, Tata!

Le cojo de las manos antes de que se vuelva a derrumbar, que ocurre segundos después.

–Yo puedo hacerlo– repito, sintiendo sus lágrimas caer sobre mi americana de Hugo Boss que tendré que llevar a la tintorería nada más acabar esta conversación.

Maldito sea el momento en que se acaba.

–Tú no puedes hacer nada, Tata. Me ha dejado porque te quiere a ti.

El Chef (2015)Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon