★ 59

26.3K 1.7K 125
                                    

Simply Soft, ¿qué desea?– pregunta una voz masculina detrás de la línea de teléfono.

Me dejo caer, agotada, en el sillón negro acolchado de mi despacho, y, después de quitarme los tacones con ayuda de la esquina de la mesa, pongo los pies sobre el escritorio, cerca de unos papeles en los que hay buratachos e infinidad de focas dibujadas.

–Buenos días, soy María Sastre, directora del hotel Aíram.

–Yo soy Lope de Prada, el maître del Simply Soft– dice en cierto tono de burla–. ¿En qué puedo ayudarla, señora Sastre?

Bajo los pies de la mesa y cierro los ojos, que me pesan demasiado como para mantenerlos abiertos por más de dos minutos.

–¿Está Hugo Schneider allí? Preciso de su ayuda en estos momentos– intento parecer imparcial y que no se me note que me estoy riendo por dentro como una preadolescente viendo a su ídolo dándolo todo en un concierto.

–Hace unos diez minutos ha venido su hermano en moto y se lo ha llevado, porque tenían algo muy importante de lo que ocuparse.

Hago una mueca, rascándome la nariz.

–No sabía que su hermano vivía en Mallorca– digo, algo afectada por la falta de información.

–Y no lo hace. Han venido él y su madre esta mañana y, por lo que he oído, él se va a quedar aquí, aunque no sé por qué razón. Tampoco es que haya escuchado demasiado, yo solo soy el jefe del salón.

Sonrío, aunque sé que no me puede ver.

–¿Sabe dónde le puedo encontrar? No me contesta al móvil, por eso he llamado al restaurante. Tenía la esperanza de poder dar con él. Necesito contarle una cosa, ya me entiende.

Se produce un silencio tras la línea telefónica y después un carraspeo casi me deja sorda.

–El otro señor Schneider iba en moto, así que... Bueno, no creo que pueda localizarle si todavía van sobre ella. Si quiere... Bueno, esta noche tenemos una cena muy especial en el Simply Soft y tiene que venir por la tarde a prepararlo todo para que Bruno Velázquez, el segundo del chef, pueda controlarlo todo él solo más tarde. Si quiere, puedo dejarle un mensaje para cuando venga, señora Sastre.

–Señorita, si no le importa.

–Lo que desee.

Me levanto de la silla y camino hasta llegar a los ventanales ocultos tras las gruesas cortinas que aparto de un empujón segundos después, dejando que la luz solar penetre en la habitación con fuerza.

Cierro los ojos al sentir el calor natural en mi rostro, de nariz y mejillas heladas, y respiro mejor, de pronto, aunque sé que el aire es el mismo.

–No se preocupe por el recado, voy a enviarle un mensaje y ya lo leerá cuando él crea conveniente.

Vuelvo a mi mesa, y alargo el brazo para coger la primera carta de amor que me han escrito jamás.

–¿Está segura?

Pongo los ojos en blanco. Vaya tipo más persistente.

–Segurísima, señor de Prada.

–¿Algo más?

El subdirector da tres toques con los nudillos a la puerta y asoma la cabeza acto seguido, cerrando sus ojos ya de por sí pequeños y achinados, con una sonrisa tímida.

–No, gracias. Si vuelve dile que he llamado.

–Pensaba que no quería que dijera nada, María Sastre– insiste el cansino.

–Tan solo comente eso, Lope de Prada.

Cuelgo antes de que pueda sugerir algo más, y dejo la carta de Andrés entreabierta otra vez sobre los papeles con buratachos y dibujos de focas que hay en mi escritorio.

El subdirector entra en mi despacho, cerrando detrás de sí la puerta, con un  habitual gesto de concentración.

–¿Qué quiere...? – todavía no sé por qué no recuerdo su nombre nunca.

–Manuel Castaño.

–Manolo.

–Manuel– me corrige, con el ceño fruncido, a lo que, posteriormente, añade:–. El señor Schneider ha venido hará cosa de una hora, y quería hablar con usted, pero acaba de montarse en una moto con un chico y me ha dicho que le diga que quiere un cambio de personal.

Alzo las cejas, rodeando mi mesa y volviéndome a dejar caer con tranquilidad en mi sillón de vampiro rococó.

–¿Quién iba con él en la moto? – me intereso, poniéndome una mano en la barbilla.

–Un chico joven, de unos veintitantos. Veinticinco o veintiséis como mucho, la verdad es que no me he fijado demasiado. Se parecía al chef Schneider, aunque no demasiado. Hablaba alemán, pero creo haber entendido «Papá» en algún momento de la conversación.

Asiento con la cabeza. Probablemente sea el hermano de Hugo, Björn, creo recordar, aunque el chef debería de haber ido en la moto según el maître.

–Detrás había un Porsche Panamera negro, creo que era el chef Schneider – añade un rato después la bola de grasa, a quien se le van a explotar los botones centrales de la camisa, mientras se rasca por debajo de la barriga con las manos sobre ella. Todo muy asqueroso.

Vuelvo a asentir, sin saber por qué, porque no entiendo nada, a decir verdad.

–¿Por qué quiere que cambiemos el personal?– recuerdo de pronto el recado, que parece pillar desprevenido a Manolo.

–Creo que ha tenido problemas con la gobernanta y con el chef de animaciones, porque están juntos y entorpecen muchas funciones del hotel– cotillea el hombre, frotándose las manos como una abuela con su delantal después de hacer croquetas.

–Entiendo... ¿Quiere que los despida?– mi voz suena rota, porque sí, el jefe de animaciones es una de las motivaciones principales de muchas de las féminas que trabajan aquí. Y el mayor atractivo turístico, sin duda, también está en Alejandro Pol.

–Creo que va a sugerir a Roy Baasch para el puesto de Sebastián, y a Ana Bolena para el de gobernanta.

No puedo evitar reírme del falso acento neerlandés que hace al pronunciar el apellido de Roy, otro atractivo turístico de dientes increíblemente blancos y ojos espectacularmente azules, y del nombre de la segunda candidata.

–¿Tengo una empleada que se llama Ana Bolena? ¿En serio? – intento contener la carcajada inminente, pero se me escapa aire entre los dientes apretados provocando un ruido extraño.

–Debería saberlo, usted la contrató– reprende el hombre–. Bueno, aunque no es de mi incumbencia. Lo sé.

Me aprieto el puente de la nariz con fuerza evitando la sonrisa.

–Dios mío– suspiro–. Si vuelve el señor Schneider dígale que le espero.

Manuel Castaño asiente y se da media vuelta.

–Por cierto, ya sé que tampoco es de mi incumbencia, pero me alegra que lleve tan bien su relación. La única carta de amor que escribí tardé siete años en acabarla, y nunca tuve el valor de dársela a mi mujer, porque era demasiado personal como para compartirlo incluso con quien iba dirigida. No me quiero inmiscuir, pero creo que vale la pena. Enhorabuena.

La puerta se cierra antes de que yo replique nada, y suelto todo el aire que tenía acumulado, porque, a saber por qué, había dejado de respirar.

El Chef (2015)Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin