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–Helena Fernández, Miguel Ángel Lozano y José Antonio García no se han presentado esta mañana sin justificación, mientras que Gracia Teruel sigue en el hospital por el traumatismo que sufrió la semana pasada– me informa el subdirector del Aíram, el hotel del que soy directora, mientras caminamos hacia la sala de reuniones, a la vez que me abrocho la americana y me retoco el impoluto moño bajo.

Seguimos andando rápidamente por el suelo de madera de roble, que se tensa a cada paso que mis tacones negros dan.

Me estiro de las mangas para dejarlo aún más perfecto y me paso un dedo por las ojeras y otro por las comisuras de los labios, asegurándome de que el maquillaje no se me ha corrido.

Llegamos a la puerta de cristal translúcido en nada, oyendo los jadeos de cansancio del subdirector, al que le saco por lo menos una cabeza, a quien le cuesta andar unos metros como a mí correr por las calles de noche persiguiendo a chefs que acaban de dimitir. Pésimo.

Doy un par de golpes en la puerta antes de hacer rodar el pomo plateado y entrar en la luminosa y blanca estancia donde los encargados y jefes de cada sección del hotel se encuentran, sentados en los maravillosos sillones que encargué hará cosa de un año a una reconocida marca suiza.

Recorro con la mirada a mis empleados y sonrío, por fin. Los cuerpos que previamente habían estado más tensos que la faja del subdirector sueltan todo el aire acumulado y se acomodan en la blanca tapicería.

Camino lentamente hacia el extremo de la mesa de cristal que hay en medio de la estancia, rodeada por quince cuerpos que están bajo mi mandato.

–Bien– empiezo, acomodándome en uno de los sillones, aceptando la carpeta que el subdirector me ofrece.

–¿Alguno sabe lo que les sucede a Miguel Ángel Lozano, a Helena Fernández y a José Antonio García?– pregunto, cruzándome de piernas por debajo de la mesa.

El jefe del equipo limpieza levanta la mano y le cedo el turno de palabra. Parece una clase, siendo yo la profesora. Me agrada.

–Helena trabaja en las suites, señorita Sastre. Es la encargada de tenerlo todo en orden para los huéspedes. Ayer sobre las siete y media de la tarde, dos horas y media antes de que terminara su turno, me dijo que le dolía mucho la cabeza y la dejé ir a su casa. Está embarazada de seis meses, señorita.

Su oscura piel contrasta con sus blancos dientes de tal manera que me hace perder el hilo de la conversación por un instante. Vaya blanco más blanco. Ni el Vanish le hace eso a las camisetas de los anuncios.

–¿Señorita?– intenta llamar mi atención, mirando hacia la ventana que hay justo detrás mío, que deja ver la calle más comercial de la ciudad. Nunca mira a los ojos fijamente; jamás lo ha hecho.

–Disculpa, Luis– me excuso, pegándome bofetones mentales–. Está bien, después llame a su casa a ver si se encuentra allí e infórmame de su estado.

Asiente y apunta en un papel alguna cosa que no alcanzo a ver.

Una mano se alza poco después, procedente del encargado de la animación. Ese chico probablemente sea el más guapo del lugar.
Tiene unos ojos grisáceos que penetran en las pupilas de una manera deliciosa, casi tan bonitos como la forma en que su cabello castaño cae sobre su frente desordenadamente. Sus labios son de ensueño, por lo que comprendo los suspiros de todas las chicas que obedecen sus órdenes cuando él aparece en escena.

Bueno, y los míos.

–Miguel Ángel Lozano tuvo un accidente esta mañana de camino al hotel. Se encuentra en la UCI en buen estado, pero le mantienen allí por precaución. El médico que se encarga de él me ha informado que hasta dentro de una semana, como mínimo, no le darán el alta por las contusiones que presenta y deberá darse de baja un mes al menos, puesto que se ha roto la tibia y tiene un esguince cervical.

Asiento, sonriendo como una boba, salivando más de lo normal. Doy asco.

Otra mano se eleva cuando el dios del lugar termina de hablar.

La chef del restaurante del Aíram se excusa por el cocinero que falta, José Antonio García, y la quemadura que ha sufrido esta mañana que le ha hecho abandonar la cocina y sustituirla por el hospital. Hasta la semana que viene no podrá volver a trabajar por precaución.

–Entonces va a tener una baja... ¿Podrá con los cocineros que le quedan?– le pregunto, observándola.

En el hotel se cuchichea que trabaja donde trabaja porque se acuesta con el dueño, un tal Conrad Schneider, al que por aquí llaman Sastre, como si tuviera algo que ver conmigo, pero al que nunca he visto y me sorprende que ella haya ido a la cama con él. ¡Yo soy la directora, su primer contacto, y jamás he mantenido una palabra con él! Tan sólo la triste carta que me envió escrita a ordenador diciéndome que como el director anterior había muerto y yo era subdirectora, pues me tocaba a mí ejercer su puesto. Ni siquiera firmó. Tan solo "Conrad Schneider, el dueño".

–Supongo que sí, no lo sé, José Antonio se encargaba de la distribución y esas cosas...

Todas las miradas se dirigen a ella. Cuando se da cuenta, abre mucho los ojos, niega con la cabeza, y evita mi mirada.

Una chef que no ejerce de chef. Esto es la hostia.

Cuando empiezo a hablar de la economía del hotel, para cambiar de tema, y la curva de demanda, la cual ha disminuido el último mes, pero ha de volver a crecer en vista a Navidad, veo caras de aburrimiento e, incluso, algún que otro puchero.

El Aíram es uno de los cada vez más numerosos hoteles que se mantienen abiertos durante el invierno, algo que me beneficia, pues necesito el dinero y no sé cómo me las arreglaría con el sueldo de medio año laboral.

Antes de terminar, la chef levanta el brazo. A decir verdad, ella no pinta nada en este tema, pero le cedo el turno de palabra igualmente.

–Se me olvidó comentar que ha venido un hombre esta mañana que quería hablar con usted. Ha acudido a mí porque quería probar nuestro menú de degustación, pero no le he dejado, puesto que no habíamos abierto las cocinas aún y...

–¿Conmigo?– la interrumpo, con el ceño fruncido.

–Sí, ha dicho algo de un restaurante, y que le gustaría hablar con el director del hotel para algo del menú... Una cosa así.

Los presentes me observan, algunos interesados, otros impacientes, y otros, simplemente, por no cerrar los ojos y echarse a roncar. Como el subdirector, por ejemplo.

–Debería hablar contigo, entonces. Yo... La verdad, no entiendo del restaurante, deberías ser tú la que hablase con él sobre el tema. Es un restaurante de lujo, casi independiente del hotel.

–Pero no funcionaría si no fuera por el hotel, al menos, en invierno. También vienen críticos de tanto en tanto, puede que él fuese uno y quisiera asegurarse de la capitanía por su parte– se encoge de hombros–. Era un hombre alemán, de unos treinta años, no recuerdo su nombre...

–¿Ese hombre era alto y rubio?– pregunto, interrumpiendo a la cotorra de la mujer que se encuentra al final de la mesa, intentando confirmar mis sospechas.

–Sí, pero...

–¿De qué color tenía los ojos, Ingrid?

–Juraría que azules, muy azules. Como dos zafiros así de grandes– exagera el tamaño con sus gigantescas manos callosas y llenas de cortes.

Me pongo seria de repente, haciendo coger aire a más de uno.

–¿Me quiere explicar qué coño hacía Hugo Schneider esta mañana en mi hotel preguntando por nuestro menú de degustación?

El Chef (2015)Where stories live. Discover now