XXXII. Partes de un corazón

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El amanecer se colaba por la ventana, interrumpiendo mi sueño.

La semana había sido muy cansada y caótica, pero al fin había llegado a su fin.

Aún era temprano, así que me quede unos momentos acostada, no tomé el teléfono ni cualquier otra cosa, solamente me quede viendo el techo mientras los pensamientos fluían libremente como la sangre por mis venas.

Pasaron los minutos, pero no fui consciente de cuantos fueron, pero el sonido de un mensaje me despejo.

Tomé el teléfono y abrí la conversación.

¿Cómo va todo?

Escribí un largo mensaje sobre todo lo que había pasado, como me había sentido últimamente y fui muy sincera al respecto. Terminé borrándolo.

Bien, algo cansado, pero bien —respondí.

Debajo de su nombre apareció un escribiendo...

Mer, sabes que me puedes hablar en cualquier momento.

—Lo sé. Anda, se te hace tarde —tecleé la respuesta y me levanté de la cama.

Bien, cuídate.

—Tú también.

Dejé el teléfono bocabajo sobre el buró y caminé hacia el baño. Entré y cerré la puerta a mis espaldas. Abrí la regadera y escuchaba el agua golpear contra el piso mientras me retiraba la pijama. El día recién comenzaba, así que necesitaba despejarme un poco. Entré a la ducha e inmediatamente el agua impactó contra mi piel, mi cabello se mojó y me relajé. Me quedé un buen rato ahí, solamente disfrutando del agua y el vapor que desprendía.

Para cuando salí el sol ya era visible.

Me vestí frente al espejo y cuando estuve salí a la cocina, aún con el cabello húmedo.

Me preparé un café como de costumbre.

La casa estaba en completo silencio, tanto que casi escuchaba mis propios pensamientos.

Tomé la taza entre mis manos; sentí su tenue calor traspasar la cerámica hasta mis manos. Estaba lista para probar su contenido, hasta que algo interrumpió el silencio que reinaba en la casa.

Estaban tocando la puerta.

Dejé la tasa sobre la barra y caminé hacia la entrada para ver quien era, pero ¿Quién podría será estas horas de la mañana?

Un poco nerviosa y dudosa, tome la manija de la puerta, quite el seguro y abrí.

Mis latidos se aceleraron, no podía creer lo que estaba viendo.

—Mer...

—Cristina.

Soltó su maleta sin deshacer el contacto visual.

Había pasado mucho tiempo desde que se marchó.

Las videollamadas no eran lo mismo que tenerla aquí, frente a mí.

La extrañé bastante, pero jamás lo iba a decir. Se marchó a cumplir sus sueños y yo estaba feliz con ello. Había llegado lejos, era una eran cardióloga, a cargo de un gran hospital y con el reconocimiento que siempre quiso.

Caminé hasta ella con los ojos húmedos y con un abrazo dije lo que con palabras no mencioné.

Me hiciste falta.

Correspondió a mi abrazo, aunque bien sabía que no eran muy de su agrado.

—Me alegra verte —susurro para mí y yo sonreí sobre su hombro.

—Me alegra que estés aquí —la apreté un poco más antes de soltarla y alejarme.

Iba a tomar su maleta, pero me jalo del brazo y me volvió a abrazar. Correspondí gustosa.

Pasaron un par de minutos, entendí que era su manera de decir las cosas.

Tomé su maleta y regresé adentro

—Vamos.

Ambas entramos a la casa y deje su maleta en la sala.

—¿Quieres café? Justamente estaba por hacerme uno.

—Por favor —caminamos hasta la cocina mientras observaba todo a su paso.

Se apoyó sobre la barra y comencé a preparar el café.

De reojo vi como limpio sus lagrimas discretamente, pero no dije nada.

Era Cristina, así era ella.

Y así la quería.

—Te extrañé Mer —soltó de repente.

—Yo también, mucho.

Le di su taza y pasamos a sentarnos a la sala.

—¿Por qué no me dijiste que venias? Hablamos en la mañana.

—Era una sorpresa.

Reí. No supe si por su respuesta o porque ella estuviera aquí, o por ambas. Tenerla aquí me hacía feliz.

Conversamos un rato. Nos servimos café varias veces. Mi cabello se secó y el sol alumbro con más intensidad.

—Bueno, vámonos —se puso de pie y se llevó las tazas a la cocina.

—¿A dónde? —pregunté extrañada.

—¿Cómo que a donde Mer? Al hospital.

—Pensaba pedir permiso.

—No. Anda, yo también voy.

—Bueno.

Tomé mi bolso y salimos de la casa. Subimos al coche y manejé hasta el hospital.

—A propósito ¿Y mis sobrinos? —pregunto mientras caminábamos por el hospital.

—Están de excursión. Los conocerás después de año nuevo.

—¿Después de la fiesta? —preguntó.

—Si ¿Cómo sabes?

—Teddy me comentó. ¿Sabes dónde puede estar?

—No, pero vamos a buscarla.

Caminamos por el hospital en busca de Altman. Aún no veíamos a nadie conocido, así que supongo que nadie sabía que Cristina estaba aquí. Recorrer el hospital con ella a mi lado era un constante déjà vu; el quirófano donde todo comenzó, la sala de descanso donde hicimos el último baile o aquellas mesas donde apostaron quien podía comer sus hotdogs en el menor tiempo posible. Cada rincón tenía su propia historia.

Caminamos hasta que una voz llamó a nuestras espaldas.

—Yang.

Volteamos y sabía quién era.

—Dra. Montgomery.

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