2. Comer o ser comida

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Los soles brillaban en el cielo con una potencia arrolladora. Me dolía la cabeza y estaba deshidratada, pues no había ninguna sombra bajo la que refugiarse. El aire caliente levantaba nubes de polvo que me secaban la boca y me nublaban la visión. Me recogí el pelo en una trenza, que ya me alcanzaba la cintura, y me cubrí el rostro con una tela de ornamentos rubíes: mi única protección contra los rayos ultravioleta.

Las gotas de sudor dibujaban ríos entre la tierra que se me pegaba a la piel. La humedad me impregnaba la ropa y aumentaba con cada latido, ya que la temperatura continuaba elevándose. La brisa ardiente era una tortura que jugaba con la realidad y me arrebataba la esperanza de cuajo, pero, al menos, tenía comida.

Me había visto obligada a correr tras el pírsalo durante más tiempo del que me gustaría admitir y, en consecuencia, tenía la piel llena de cortes provocados por los arbustos de ramas desnudas. La fragilidad de mi cuerpo había dificultado la misión hasta rozar lo ridículo, aunque el placer que me invadió al cazar el ave llegó como una brisa de aire fresco. Había olvidado que, a pesar de todo, podía seguir cuidando de mí misma.

La sangre se me acumulaba bajo las uñas y me manchaba la ropa. Todavía recordaba el sonido que emitió el cuello del animal cuando lo rompí. La culpa se mantenía férrea en mi pecho. Tenía que comer, pero las vidas ajenas eran sagradas. Esperaba que el pírsalo hubiese disfrutado de una existencia plena antes de morir, aunque en aquel lugar árido y remoto, dudaba que tal cosa fuera posible.

—Me resulta curioso que no pienses en ese tipo de cosas cuando matas a otros neis...

—Cierra la boca, Esen.

—La nube desteñida tiene razón —coincidió Trasno—, ¿en qué se diferencian?

—El pírsalo no me hecho nada, solo tuvo la mala suerte de encontrarse en el momento y el lugar equivocados.

Mis acompañantes intercambiaron una mirada significativa. Los ignoré y decidí utilizar el poder del rencor para extraer las plumas escamadas del animal. Bajo el sol abrasador y sin agua ni utensilios, limpiar su carne se convirtió en una tarea complicada. La sangre le goteaba del pescuezo y formaba ríos escarlata que se filtraban entre las grietas de la tierra hasta desaparecer a mis pies. El sudor me recorría la nuca y, tras lo que pareció una eternidad despellejando al ave, me dejé caer al suelo. Estaba agotada. Me dolía la cabeza de exponerme durante tanto tiempo a los soles y mi organismo necesitaba agua. No aguantaría mucho más en aquella situación.

Me arrastré hacia el lugar del que colgaban las telas rubíes y me senté contra el tronco de un árbol. Los granos de arena que se movían tras la corteza emitían un murmullo hipnótico, por lo que me permití cerrar los ojos durante varios latidos. En aquella tierra de polvo y fuego, la oscuridad era un bien demasiado preciado como para rechazarlo.

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now