20. Posibilidades de plata

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Después de que me despertasen con discusiones en un idioma incomprensible durante quién sabía cuántos amaneceres, había aprendido a levantarme antes que mis acompañantes

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Después de que me despertasen con discusiones en un idioma incomprensible durante quién sabía cuántos amaneceres, había aprendido a levantarme antes que mis acompañantes. Los conflictos del grupo aumentaban con las posiciones de las lunas: mi mente intentaba comunicarme algo de gran importancia. Solo me faltaba descubrir de qué se trataba.

La brisa avivó el fuego y las llamas turquesas arrojaron luz sobre los secretos que ocultaba el diario de Adaír. A aquellas alturas me sabía de memoria hasta el último dibujo que contenían sus páginas. Había demasiados misterios sin aclarar. Demasiadas preguntas por responder. Demasiado tiempo malgastado ocultándome entre los árboles.

Alya se despertó antes que los demás. Esen dormía sobre la hierba con expresión pacífica, al contrario que Àrelun. El elfo yacía entre varias rocas que le brindaban protección, aunque las sacudidas involuntarias de su cuerpo eran perceptibles incluso desde la distancia. Los horrores que lo atormentaban en sueños habían echado raíz en lo más profundo de su alma. ¿Qué habría provocado un dolor tan oscuro y visceral?

Alya se sentó junto a mí y sus alas iridiscentes centellearon bajo la luz del fuego. La sílfide sonrió en cuanto vio al lobo tumbado ante nosotras, pues aspecto había mejorado considerablemente en los últimos atardeceres. El pelaje del animal volvía a ser suave al tacto y el aroma silvestre que emitía era un regalo para los sentidos. Aunque todavía no estaba muy activo, cada vez aguantaba más tiempo en pie. Esperaba que su recuperación se agilizase en cuanto pudiese conseguirle algo de carne.

—Parece que hay una historia dolorosa oculta tras ese recuerdo.

La voz de Alya me alcanzó como una caricia del viento. La joven de cabello violeta y ojos magentas señaló la mano con la que sostenía el diario de Adaír. Las llamas generaban sombras sobre el relieve de mi piel, donde las heridas que habían cicatrizado sin la atención necesaria formaban pequeñas colinas irregulares. Acaricié los valles erosionados por ríos invisibles y recordé el doloroso caudal turquesa del símbolo de los centinelas.

—Tenía una marca de la que quería deshacerme —respondí con una sonrisa que no logró combatir el horror de la sílfide.

Los ojos de Alya se convirtieron en un espejo de mis recuerdos. Me vi agazapada en un rincón del bosque, manchada con la sangre que brotaba de mi cuerpo cada vez que utilizaba el cuchillo para arrancarme la piel. El dolor tiñó el semblante de la sílfide y me removí incómoda, pues estaba cargado de una compasión que indicaba todo lo que estaba mal en mi mente.

Trasno silbó en sueños y ambas nos volvimos en su dirección. El duende dormía sobre la rama de un árbol antiguo cuyas hojas enrojecían con cada atardecer, pues tan solo faltaban cuatro noches para la llegada del equinoccio. Las trenzas caían a ambos lados de la cabeza de mi fiel y molesto acompañante, y sus ronquidos parecían mecer el árbol en un baile acompasado.

Al menos, hasta que una rama lo golpeó en la cara y lo hizo caer al suelo.

—¡Troles deshuesados! —exclamó mientras se levantaba con los puños apretados, preparado para pelear.

El engaño de la calma (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora