38. Cofre de cristal

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Las voces de mi mente se volvían cada vez más ruidosas: nos estábamos quedando sin tiempo

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Las voces de mi mente se volvían cada vez más ruidosas: nos estábamos quedando sin tiempo. Tenía un mal presentimiento. Una sensación que me atravesaba las entrañas y me reptaba por la piel. El peso de un manto oscuro que se extendía sobre mí y amenazaba con sumirme en las tinieblas.

Killian, Cruz, mi padre y los Aylerix desaparecían en las decenas de reuniones que tenían a diario. Los eruditos y los grandes maestros trabajaban con perseverancia para descifrar los enlaces alquímicos de Catnia. Los sanadores perdían la cabeza tratando de descubrir el hechizo que convertía el cuerpo de la impostora en una réplica de Alis. Los centinelas investigaban la Colina de la Taumaturgia y los Ixes de magia superior analizaban su huella energética para recrear lo que había acontecido en Rubí. Catnia ya no suponía un peligro para Aqua, pero la incertidumbre se mantenía firme en los corazones del reino. Una situación que, gracias a los esfuerzos de Elísabet y el Consejo —que se desvivían por atender las necesidades del clan— estaba empezando a cambiar.

Y mientras tanto, allí estaba yo, atrapada en el caos y sin nada que hacer.

El rostro del asesino de Catnia me perseguía en sueños. Veía sus ojos ruines en todas partes. No importaba que me encontrase frente al mar con Zeri y Alis, que me reuniese con los hrathnis en una zona alejada del bosque o que debatiese los últimos acontecimientos en una sala de reunión con la Guardia Aylerix. Él siempre estaba presente.

El único momento en el que lograba deshacerme del peso de su mirada era el paseo matutino que compartía con mi padre. Habíamos establecido aquella costumbre tras la batalla con Júpiter, cuando regresar a casa dejó de ser un plan de futuro para convertirse en un deseo inalcanzable. La vida en la Fortaleza nos había obligado a cambiar de hábitos, ya que las responsabilidades que sustentaba mi padre como consejero siempre lo tenían ocupado. Pasar tiempo juntos se había convertido en una tarea tan complicada como descubrir los secretos que ocultaba el pasado del reino, así que, para combatir aquella conspiración, nos levantábamos antes del amanecer.

Con la primera luz del alba, nos reuníamos junto a los árboles de bruma del jardín. Mi padre y yo recorríamos los caminos de la Fortaleza en silencio, apreciando el despertar del mundo. Admirábamos la energía que contenían las bayas de los arbustos de las tormentas, que brillaban entre las tinieblas, y veníamos cómo se deshacía la capa de escarcha que se formaba sobre los helechos en espiral. Mi padre sonreía cada vez que descubría una flor de plasma oculta entre la vegetación, y yo saludaba a los troles que me daban los buenos atardeceres desde la distancia.

—Los sanadores ya no saben qué hacer —comentó mientras atravesábamos los árboles de luz, que sorprendieron al lobo que caminaba junto a nosotros—. Ixe Sirel me ha dicho que ya no les quedan libros en los que buscar. El sanador ha solicitado el permiso del Ix Realix para indagar en los documentos de la sala de preservación. Pese a todo, sus descubrimientos no parecen dirigirse a buen puerto.

—No me sorprende —anunció Trasno, que saltaba de rama en rama—: los neis nunca dirigen sus navíos en la dirección correcta.

—Resulta extraño que les cueste tanto probar que la réplica de Alis está sometida a un conjuro —murmuré pensativa.

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now