7. Canícula

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—¡No sé qué hacer! —exclamé mientras dibujaba un tachón en el cuaderno

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—¡No sé qué hacer! —exclamé mientras dibujaba un tachón en el cuaderno.

—¿Qué te parecería dejar de gritar para que los demás podamos seguir tomando el sol?

Trasno ignoró mi mirada rencorosa y se limitó a dar media vuelta en la tumbona de arena que había construido. Las hojas de palma que brotaban del suelo, formando un arco a su alrededor, se mecían con la brisa y generaban zonas de sombra que lo protegían de la intensidad de los soles. Cuando el aire escaseaba, Esen se encargaba de lanzar corrientes en su dirección para evitar que le quedase la piel a rayas.

—¿De verdad? —pregunté decepcionada.

—Llevamos dos atardeceres aquí —argumentó, encogiéndose de hombros—, ya no tengo nada mejor en lo que invertir el tiempo.

Apoyé la cabeza en el tronco de la palmera con desgana. Gracias al alimento y el descanso, había recuperado la energía. Aunque la sombra del árbol era un lugar agradable bajo el que cobijarse, ya había consumido la mitad de los víveres. Lamentablemente, aquel desierto no tenía nada más que ofrecernos.

Desvié la mirada al horizonte. Con la luz del atardecer, las dunas se desprendían de su aspecto mortífero y adquirían un fulgor de ensueño. El cuaderno de plasma y nácar que me había regalado el sanador brillaba entre mis dedos manchados de pigmentos de colores. Los dibujos que poblaban aquellas páginas habían hecho más llevaderas las posiciones en las que los neis se dedicaban a analizarme en busca de mi magia perdida.

Sonreí complacida. Había sido un buen truco, pero cada vez que recordaba la mirada que me dedicó Doc cuando atravesé el cuerpo de Alis con el cuchillo me sentía culpable. El sanador siempre me había tratado bien y me molestaba saber que su opinión sobre mí había cambiado. La suya era una de las pocas voces que me importaban en el nido de víboras que era aquella Fortaleza.

Negué decepcionada y me concentré en retratar al lobo que me observaba agazapado entre las dunas. No se había movido desde su llegada. Empezaba a pensar que Trasno y Esen tenían razón: quizá aguardaba el momento apropiado para devorarme.

—¿Alguno lleva la cuenta de mis malas decisiones? —pregunté.

—¡Ja! —se burló Trasno—. Acabaría antes contando los granos de arena de todo este desierto...

Esen le rio la gracia. ¿Quién me mandaba preguntar?

Desvié la mirada hacia el cristal protegido por filamentos de oro que descansaba sobre la arena. Era tan translúcido como el diamante y en su interior guardaba una niebla ocre que me obligó a poner los ojos en blanco.

—¿Qué hace nuestra adorada bestia? —me preguntó Trasno.

—Por el momento, observar desde el cinismo.

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now