51. La misión

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Mi dolor de cabeza iba en aumento. Estaba tan cansada que me costaba mantener los ojos abiertos. Los agentes del castillo que me llevaban a ver a Killian, sin embargo, se habían negado a aceptar un «no» por respuesta. Su magia se encargó de que estuviese presentable antes de atravesar el portal. Ninguno comprendió que no eran ni la melena despeinada ni los restos de baba que tenía en la barbilla lo que me preocupaba, sino la niebla que se negaba a liberarme la mente.

Me costaba tanto pensar que dejé de molestarme en intentarlo. Al otro lado, Mrïl me recibió con una alegría que me mejoró el humor. Tras él, junto a la ventana, encontré a Killian. El jefe del clan me dedicó una sonrisa leve, ajeno a mis problemas de equilibrio. Mi malestar había empeorado con el uso de la magia, pero me esforcé por guardar las apariencias y no mostrar debilidad.

—Buenos atardeceres —saludé con la voz ronca.

—Te estábamos esperando.

Fruncí el ceño con una lentitud absurda y me sobresalté al descubrir que nos encontrábamos en una sala de reunión. Parpadeé en un intento por distinguir los rostros que ocupaban la estancia. Las miradas tristes que me dedicaron los presentes me incomodaron.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Killian.

—Es demasiado pronto para reuniones —refunfuñé.

Busqué la posición de los soles a través de la ventana, pero la luz me cegó y envió un pinchazo a mis sienes que me hizo gemir.

—¿Qué me pasa? —pregunté aturdida.

—Te desmayaste —explicó Killian mientras me agarraba del brazo para estabilizarme—. Has pasado casi un atardecer inconsciente.

Lo miré con una confusión que me ralentizó todavía más el pensamiento.

—¿No recuerdas nada?

Negué mientras me llevaba una mano a la frente, pero Killian la interceptó. Su dedos me regalaron el frescor de la lluvia y sentí un alivio inmediato. El jefe del clan trasladó la mano a mi manga derecha. El brillo dorado que percibí alrededor de mi pulso me aceleró el corazón. Toqué la línea áurea que me envolvía la muñeca y sentí un hormigueo familiar. Separé la tela para dejar al descubierto el río dorado que me dibujaba el emblema de Tirnanög en la piel. Reparé en el caudal de sus aguas, que se teñían de púrpura tras alcanzar a la que había aprendido a reconocer como la flor universal.

Los recuerdos me desbordaron la mente: la Cima Inalcanzable, Elyon, las visiones.

—Nunca fueron alucinaciones, Moira —dijo Killian con voz suave, como si temiese romperme—. Estábamos equivocados.

—¿Todavía no se ha terminado? —pregunté angustiada.

Killian me acarició la mejilla con pesar. Un Trasno diminuto apareció sobre la tribuna y me trepó por el brazo hasta posarse sobre mi hombro. Los dedos que le sobresalían de los guantes violetas se posaron en mi frente y, en cuanto su fría piel rozó la mía, desapareció todo atisbo de dolor.

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now