8. Atlane

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Ochenta y dos anocheceres atrás

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Ochenta y dos anocheceres atrás

Las primeras noches habían sido las más difíciles. El miedo, el frío, la angustia. La fisura en mi mente, que dibujaba seres en las sombras y me susurraba entre los árboles. Las persecuciones imaginarias, que me dejaban agotada y con el corazón acelerado. Las persecuciones reales, donde me veía obligada a huir de los soldados para esquivar a la muerte. La extenuación, las noches en vela, los encuentros con animales salvajes en los que mis únicas armas eran lágrimas condenadas a extinguirse, un cuchillo y el calor de la venganza.

Tres hebdómadas después de la huida de la Fortaleza, me armé de valor para adentrarme en una de las aldeas del reino. Era una idea estúpida, pero llevaba demasiados atardeceres huyendo y no pensaba con claridad. Tenía los pies cubiertos de heridas, ya que había desgastado las suelas de los zapatos recorriendo bosques atestados de soldados en busca de un santuario que todavía no había logrado encontrar.

La presencia de los soles aumentó con la cercanía de la temporada estival y la luz y las patrullas limitaban mis viajes a través del reino. La magia de los neis me generaba dolor de cabeza y, además, estaba agotada. El sudor me humedecía la ropa. Las piernas se negaban a obedecer mis órdenes. Me dolía todo el cuerpo. Estaba tan cansada de ser una fugitiva que decidí acercarme a la periferia de Atlane, incapaz de resistirme a la importancia que tenía aquella aldea para mi familia.

Se trataba de un pueblo pequeño, a medio camino entre la ciudad Azul y los confines del reino Aquamarina, lo que resultaba arriesgado, ya que, a aquellas alturas, la presencia de los centinelas se había extendido hasta el meridiano del clan. En las fronteras de los reinos se había triplicado la vigilancia y los hechizos que las protegían, además de haberse reforzado, se complementaban con filas de soldados que no abandonaban sus puestos hasta la llegada de los relevos.

Sí, estaba con el agua al cuello.

La magia de mi entorno aumentó, por lo que me agazapé entre los matorrales. Un söka sobrevoló el cielo. El dispositivo de vigilancia fue seguido por cinco soldados que surcaron el mar de nubes con naves que, si me encontrasen, me alcanzarían en un abrir y cerrar de ojos. Desde los vehículos analizaban el terreno con cristales de rastreo, que estaban hechizados para identificar a cualquier nei de mis características entre la multitud.

Lo más sensato habría sido dar media vuelta, ocultarme en el bosque, esperar a que las patrullas abandonasen la zona y desaparecer en busca de un lugar seguro. Por desgracia, tenía hambre, estaba enfadada y nunca se me había dado bien tomar decisiones acertadas.

Aquella mañana había recogido un par de frutos tras darme un baño en el bosque. Sin embargo, con la proliferación de soldados en la foresta, no me había atrevido a recolectar más comida. Además, el anochecer estaba próximo y daría lo que fuese por unos zapatos que me protegiesen de las piedras del camino. Mi atuendo —que estaba roto y mugriento— tampoco era apropiado para recorrer los bosques en aquella época de helios. Aunque hacía todo lo posible por mantenerlo entero, ni siquiera el agua pura del río lograba deshacerse de la sangre de Alis. Podría haber creado otro con el control que había ganado sobre las lágrimas de luna, pero decidí guardarlas para cuando fuesen imprescindibles.

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now