3. Una comodidad inapreciable

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Recordad que a partir de este capítulo tendrá que cumplirse la meta para que suba el siguiente  ❤

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Alejé al pírsalo de las llamas y arranqué un pedazo de su carne ardiente. La sostuve entre los dedos manchados de sangre y tierra antes de llevármela a los labios. El primer mordisco fue el más doloroso. El ave estaba jugosa, pero tenía la boca tan seca que tragar se había convertido en una nueva forma de tortura. La carne se deslizó por mi esófago con dificultad, aunque lo peor llegó cuando me alcanzó el estómago. Mi cuerpo reaccionó como si el alimento fuese un ente extraño e invasor. Me arrodillé en el suelo, presa de las arcadas que me sacudían, y sentí que palidecía. No hubo vómitos, ya que mi cuerpo no tenía nada que expulsar, así que me dejé caer sobre la tierra abrasadora, agotada y medio inconsciente.

Necesitaba agua con urgencia.

La celeridad de mis latidos se consumió con el susurro del viento humeante, y cuando recuperé parte de mis capacidades cerebrales, me llevé otro pedazo de carne a la boca. No sé cuánto tardé en repetir el procedimiento: en aquella inmensidad de arena y llamas, el tiempo se convertía en una comodidad inapreciable.

Acepté algunos bocados más, pero pronto tuve que dejar de comer. Me había acostumbrado a la falta de alimento y mi estómago ya no soportaba grandes ingestas. O medias. O las necesarias.

Resoplé abatida. El sonido se enredó con un gruñido proveniente de los arbustos que me erizó la piel de todo el cuerpo. Me levanté a toda velocidad, con la mano firme sobre el cuchillo que llevaba en el tahalí. El entorno se consumió tras una nube de vértigo blanco. El amargor que me inundó la boca agravó mi miedo. Algo se movió frente a mí. Murmuré una súplica mientras trataba de enfocar la visión. Las sombras tomaron forma. Entre ellas descubrí dos ojos amarillos que me observaban con ferocidad desde los matorrales.

Los ornamentos de la daga se me clavaron en la piel. El pulso me rebotó contra los huesos. Un hocico negro y húmedo se arrugó para dejar a la vista dos colmillos afilados. Aquellos dientes destrozarían mis músculos en latidos. Jamás lograría correr más que un animal salvaje.

Ignoré el pánico que se me instaló en la garganta y bajé los brazos. La luz de los soles se reflejó en el filo del cuchillo. Los ojos del lobo centellearon. El animal flexionó las patas y abrió las fauces para dedicarme un gruñido que me resonó en el pecho.

—Está bien —susurré.

El lobo arqueó la espalda con agresividad. La adrenalina se deslizó por mis venas y me despejó la mente. Durante unos instantes, volví a ser yo misma.

—No es por nada —murmuró Trasno—, pero este sería un buen momento para echar a correr.

—¿Qué haces? —preguntó Esen alarmado.

Guardé la daga en el tahalí con cautela. El pecho del lobo vibró con otro gruñido. Trasno saltó sobre los arbustos para mirarme a los ojos.

—¡Moira, tienes que luchar!

El engaño de la calma (Completa)Where stories live. Discover now