4. La ira del desierto

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Los soles habían desaparecido tras el horizonte hacía posiciones, pero aquel maldito atardecer se negaba a llegar a su fin

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Los soles habían desaparecido tras el horizonte hacía posiciones, pero aquel maldito atardecer se negaba a llegar a su fin. El cielo brillaba con un tono azulado a pesar de la presencia de las primeras estrellas, que se resistían a ceder el dominio del manto celeste que se extendía sobre nosotros. Caminábamos en silencio. Trasno y Esen me habían dejado en paz, aunque quizá era mi mente, que ya no lograba interpretar las señales sonoras. Avanzaba dando tumbos y con los ojos semicerrados. Los párpados me pesaban tanto que ya no lograba ver con precisión y la sed me apagaba el pensamiento.

Era imposible que hiciese tanto calor tras el atardecer, pero me ardían las venas como si siguiese junto al fuego en el que había asado el pírsalo. La angustia había encontrado un hogar permanente en mi garganta y era incapaz de tragar la áspera capa de polvo que me recubría la boca. Ya no sudaba ni tampoco lloraba. El dolor de cabeza impedía que pensase en cualquier cosa que no fuese poner un pie delante del otro.

Llevábamos posiciones caminando, y aunque la inminente ausencia de los soles me tranquilizaba, el paisaje que se transformaba ante mí tenía el efecto contrario. Los arbustos de ramas desnudas habían desaparecido para dejar a la vista una inmensidad de tierra agrietada. En la planicie tostada e infinita empezaban a escasear hasta los árboles de arena, cuyo rumor perdía fuerza con cada latido.

Me llevé una mano a la frente, pero la fiebre que me quemaba la piel me obligó a apartarla. La lágrima de luna ámbar a la que me aferraba no hacía más que agravar el incendio que me consumía los huesos. El sonido de mis pasos resonaba en cada rincón de mi mente, donde brillaba el rostro de Catnia. Las facciones de la Ix Realix se volvieron más nítidas. La luz que reflejaba su tiara de aquamarinas me bañó con su magnificencia cuando me tendió la mano. Me acerqué para aceptar la ayuda y su sonrisa alivió la carga que me hundía los hombros. Catnia me dedicó un asentimiento antes de desaparecer entre el polvo.

—Tengo que encontrarla —dije con la voz rasgada.

—Ya queda menos —me tranquilizó Esen.

—Cada vez estamos más cerca.

Me detuve para recuperar el aliento y vi la duda en los rostros de mis acompañantes. Sus semblantes reflejaban el mismo miedo que me clavaba las garras en las entrañas.

—Estamos perdidos —me lamenté con los ojos llenos de lágrimas invisibles.

Acaricié el colgante de ramas que llevaba al cuello y lo apreté en busca de fuerza. Un escalofrío silbó entre mis costillas y me pareció sentir un eco de la energía de los bosques esmeralda. Me obligué a seguir avanzando. Tenía que encontrarla. Me concentré en poner un pie delante del otro. Un pie delante del otro. Un pie delante del otro.

Las estrellas iluminaron el cielo y el suelo se ablandó bajo mis zapatos. El polvo que cargaba la brisa aumentó, así que me ajusté el turbante para protegerme de la ira del desierto. Cuando levanté la mirada me sentí más despierta. La noche ganaba poder con cada respiración sibilante y, entre las tinieblas que se cernían sobre nosotros, distinguí una sombra.

El engaño de la calma (Completa)Kde žijí příběhy. Začni objevovat