5. La casa de las pesadillas

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Me despertó una risa musical que conocía tan bien como los latidos de mi propio corazón

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Me despertó una risa musical que conocía tan bien como los latidos de mi propio corazón. Me volví hacia ella y descubrí que tenía una mejilla enterrada en la arena, lo que me llenó la boca de polvo. Contuve las arcadas mientras me incorporaba. Sacudí los granos que se ocultaban entre mis trenzas y me ajusté el turbante rubí en silencio. A pesar de que el horizonte se iluminaba con la luz de los soles, en el cielo todavía fulguraban las estrellas más rebeldes. El cabello de anochecer de Esen brillaba entre las dunas. El elemental del aire se encontraba sobre las rocas, desde donde generaba tornados que removían la arena a su antojo, formando edificios en miniatura.

—Buenos atardeceres, Arenilla —me recibió Trasno—. Permite que te enseñe mis aposentos.

El duende brincó hasta la plaza de la ciudad de arena que se extendía ante mí e hizo una pirueta alrededor del árbol que la presidía.

—He aquí un homenaje al territorio que dejamos atrás, pero que siempre se mantendrá en nuestros corazones, pues nos ha acogido en sus brazos generosos, repletos de calor y sed —recitó con dramatismo—. ¡Adiós, querido, adiós!

Esen negó y le lanzó una brisa cargada de polvo. Trasno le dedicó una mirada de advertencia mientras se sacudía la arena que se le había acumulado en el gorro.

—Alejémonos de los plebeyos... —sugirió con desdén—. Por aquí, mi preciada dama, tenemos la Casa de las Pesadillas, donde encontrarás todo tipo de sueños provocados por la inanición y las altas temperaturas. Hacia la derecha vemos la Presa de la Soledad, pues en este paraje, no habrá nada ni nadie que evite que pierdas la cabeza.

—En el lado opuesto descubrimos el Museo de los Pies en Llagas —continuó Esen—, ya que, en nuestros servicios vacacionales, se incluyen interminables atardeceres de ejercicio que harán que el mundo se tiña de color.

—Se refiere a la sangre que brota de tus heridas —me susurró el duende.

—Se entendía perfectamente —protestó Esen.

Trasno le hizo la burla, lo que aumentó su molestia, y tuve que contener la sonrisa para no agravar la situación.

—Aquí encontrarás uno de los edificios más populares entre los turistas —continuó el elemental—, pues nadie puede resistirse a visitar el Teatro de los Duendes Sin Gracia.

—Por supuesto, no podrás abandonar nuestra hermosa ciudad sin antes pasar por el cementerio de las Corrientes Innecesarias, donde lamentamos la horrible pérdida de los bienqueridos e imprescindibles elementales del aire.

—Tú, sin embargo, sobras —espetó Esen, que formó un torbellino de arena con el que elevó a Trasno varios metros sobre el suelo.

—¡Te vas a enterar, tormenta sin lluvia!

El duende se las amañó para caer sobre la cabeza de su adversario y morderle una oreja. El gemido de Esen fue seguido por una retahíla de insultos de lo más pintorescos. Me acomodé entre la arena y disfruté de la calidez que me aportó la diversión mientras los observaba pelearse. Tardé unos latidos en comprender que la calma que sentía se debía a la ausencia de la sed. Aquello era una novedad.

El engaño de la calma (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora