Capítulo 49: Bailando

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Severus entró en la Sala de Menesteres y asintió satisfecho ante el decorado que ésta le proporcionaba. Era muy parecido al gimnasio en el que le habían entrenado a él, un espacio inmenso con suelos acolchados. Una de las paredes estaba cubierta por completo por espejos, y en las largas mesas de la pared opuesta reposaban todos los tipos existentes de espadas. Harry tendría dónde escoger.

Severus cruzó el cuarto y se quitó la túnica exterior y la interior, hasta quedar sólo en unos ajustados pantalones negros y una camisa blanca. Con un gesto de varita caldeó el aire de la habitación, ahuyentando el frío invernal que se aferraba a las viejas piedras del castillo.

Su oferta a Harry había sido impulsiva, y más que probablemente una mala idea, pero era incapaz de arrepentirse. Por mucho que lo intentara, no podía librarse de la lujuria que le atormentaba, no podía contener el deseo de tocar a Harry. Puesto que no pensaba ceder a la pasión física, sólo tenía dos formas socialmente aceptables de aliviar aquel deseo de contacto: bailar o practicar la esgrima. Y dudaba mucho que a Harry le atrajera la idea de aprender el arte de la danza.

Él había entrenado con varios maestros de esgrima a lo largo de los años, algunos que le habían gustado, otros que le habían resultado odiosos. Esperaba poder convertir aquello en una experiencia agradable para Harry, algo que los ligara. Merlín sabía que no tenía tal esperanza con las pociones: Harry sólo toleraba el tema, sin sentir gran interés por ello. Tal vez esto, mucho más físico y atrayente para un Gryffindor, sirviese para hacerle pensar en Severus con más afecto. El chico necesitaba distraerse: entre las maquinaciones del Ministerio y su constante preocupación por el lobo y el perro, se iba a acabar volviendo loco. Severus sabía, por su propia experiencia, que la esgrima a menudo daba a la gente sensación de control sobre una vida caótica en otros aspectos.

La puerta se abrió y Harry entró por ella, sin aliento, como si hubiese venido a la carrera. Se había marchado a la sala común de Gryffindor tras la conversación para hacer sus deberes. Severus contempló cómo el chico miraba alrededor, cómo se le iluminaban los ojos verdes al ver las espadas. No pudo evitar fijarse en el sonrojo que adornaba sus mejillas.

–Quítate la ropa –le dijo Severus, llamando su atención.

El chico le miró atónito unos segundos, sorprendido por la orden. Luego su mirada se deslizó por el cuerpo de Severus, percatándose de la forma en que iba vestido. Sonriendo al comprender, procedió a retirarse la túnica exterior. Al contrario que Severus, llevaba una camiseta muggle bajo las gruesas vestiduras invernales, pero los pantalones negros y ajustados que vestía eran los que Severus le había comprado. Algo se removió en el corazón de Severus, complacido al ver que Harry se ponía la ropa que él le había comprado.

–Ahora, debes elegir una espada –le conminó, señalando la mesa. Se quedó aparte mientras el chico se acercaba a las hojas, sintiendo curiosidad. ¿Cuál elegiría?

Se detuvo primero ante la enorme espada a dos manos escocesa, la Claymore. Con una sonrisa descarada, la levantó de la mesa, echando una mirada traviesa a Severus. La espada medía sobre el metro ochenta, era más alta que él y demasiado pesada para sus brazos. Se tambaleó por el peso. Alrik podía manejar aquella arma sin problemas, pero no Harry.

–Predecible –Severus sonrió socarrón– Alguien podría pensar que estás intentando compensar algo...

Lejos de sentirse insultado, el chico pareció captar que le tomaba el pelo y se río, dejando la espada a un lado para pasar a otras. Levantó todas una a una, desde el Gladius romano y la Spatha preferida por muchos jóvenes de las Tierras de Invierno, a las curvadas cimitarras y Khopesh. Había varios tipos de espadas y floretes, y los probó uno a uno blandiéndolos en el aire un par de veces antes de dejarlos de nuevo con aire desconcertado.

La Piedra del MatrimonioWhere stories live. Discover now