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Él debía estar ahí. Debía sentarse al igual que el resto. Debía sonreír, aplaudir y celebrar como todos, apreciar los profundos colores decorando la enorme habitación y maravillarse por la belleza de los fuegos artificiales que pintaban el cielo artificial del comedor. Debía sentirse pleno, feliz y orgulloso. No era así.

Físicamente, Sirius Black se encontraba ahí, entre las filas de los graduados de séptimo año, vistiendo por última vez su uniforme decorado en el escarlata y dorado representantes de su casa, hablando con el resto de sus compañeros, aquellos que habían formado parte de su vida durante los últimos siete años, que se habían convertido en su familia por extensión. Mentalmente, estaba atrapado en esa noche, repitiendo vertiginosamente el momento en el que la oscuridad la había engullido por completo, en el que ella había partido sin mirar atrás por un pasadizo del que él le había hablado, tratando de identificar el momento exacto en el que los había perdido a ambos.

No volvió en sí hasta que la lluvia de aplausos inundó el lugar. Todo el mundo lo estaba mirando, expectantes. Habían llamado su nombre.

Se levantó, forzando esa sonrisa arrogante que durante años había formado parte de él, caminó por el extenso pasillo, así como había hecho una vez antes siete años atrás. Recordó los nervios que había sentido esa vez, la manera en la que sus entrañas se retorcían con la mera idea de ser asignado a la misma casa que el resto de su familia, recordó lo intimidante que le había parecido el sombrero seleccionador con sus profundas arrugas y ojos vacíos. Había sabido disimularlo bastante bien aquella vez, pavoneándose como si fuera dueño del lugar, viéndose más seguro de lo que realmente se sentía. Disimular, eso era lo que había hecho. Eso era lo que él hacía.

Sonrió ampliamente y, aunque la sonrisa no llegó nunca a sus ojos, nadie sospechó de esta, nadie que no lo conociera lo suficiente al menos. Al fondo, la mesa de los profesores, aquellos que se habían encariñado en sobremanera de aquella generación, de aquellos cuatro muchachos que durante todo ese tiempo se habían dedicado a hacerles las vidas más complicadas y mucho más interesantes. A pesar de los regaños, a pesar de las bromas y los castigos, en el fondo, ninguno quería que partieran, pues temían que Hogwarts no volviera a ser la misma con su ausencia. Pero, aunque ellos tampoco querían partir, no había manera de retrasar lo inevitable.

Estrechó la mano de cada uno de ellos, figuras de autoridad que siempre había mirado de manera retadora, que había odiado y amado, que en muchas ocasiones había deseado no volver a ver, dándose cuenta que esta vez, deseaba no dejar de verlos nunca. Llegó al final de la fila, encontrándose con la bruja que le había gritado, regañado y castigado un número incontable de veces, que lo miraba reprobatoriamente en cada oportunidad que tenía, aquella que siempre tenía un perfil serio e imperturbable, Minerva McGonagall.

La profesora le extendió su mano, invitándolo a estrecharla. Él la observó un momento y, haciendo acopio de su valentía característica, se abalanzó sobre ella, envolviéndola en un abrazo. Fue un momento, solo eso fue lo que le tomó a la maestra más estricta del colegio reponerse de la sorpresa inicial y, para asombro de todos, corresponder el abrazo.

–La voy a extrañar, Minnie –susurró el azabache.

–Y yo a usted, señor Black –respondió ella, los suficientemente bajo para asegurarse de que nadie más que él escuchara, tenía una reputación que mantener.

Finalmente Sirius rompió el abrazo, obligándose a parpadear rápidamente al notar cómo la bruja más imperturbable lo miraba de regreso con sus ojos completamente humedecidos. Había cariño en su castaña mirada y, por primera vez, sus labios no formaban una línea fina y completamente recta. Reconoció el orgullo en sus ojos y justo en ese momento decidió que pasara lo que pasara, él se comportaría de tal manera que ese orgullo jamás se desvaneciera.

Traitors-(Sirius Black) [EDITANDO]Where stories live. Discover now