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Todos somos la mitad de algo

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Todos somos la mitad de algo. O de alguien. No precisamente de una pareja sentimental. Yo, por ejemplo, era la mitad de un par de gemelas. Dos niñas, que compartían una exacta similitud de genes. Mismos ojos violeta, mismo cabello oscuro, y por sobre todas las cosas, mismos padres amorosos...

Solo que, en todas las familias completamente felices, siempre debe existir una tragedia que los hunda en la desgracia. Una mañana de enero, llegó como si nada y jamás se marchó hasta llevarse consigo una víctima, varios años después.

Mi hermana mayor.

Las enfermedades no solo unen a las personas en la adversidad. Cuando estas son demasiado fuertes, pueden destruir hogares. Eso pasó conmigo, con mi familia. Lo tenía todo y de pronto, ya no. La felicidad que existía en la casa, fue enterrada en un cajón blanco de pino una mañana de septiembre. Y desde entonces, los Aldridge, fuimos infelices...

Soy una comedora compulsiva. ¿Cómo lo sé? Esta es mi segunda dona rellena de frambuesa que comía en diez minutos. Me limpié la boca, quitándome el polvillo blanco con que vienen cubiertas, cuando miré mis dedos regordetes, no era lo único que me había quitado.

—Mierda... —murmuré desganada.

Me había corrido el labial. Mi corazón estaba saltando en mi pecho, y mi sudor corría por mi frente. Pensé en tomar una cuarta dona y aliviar el hambre que no sentía, cuando la puerta de la sala de juntas se abrió.

Temblé.

Fue un estremecimiento que me hizo encoger los dedos de mis pies ante el azote de aire que vino acompañado con el hombre.

Lo vi entrar. La razón de mi ansiedad. La razón de mis nervios. La razón del maldito sudor, corriendo mi intento de maquillaje de mi rostro para estar presentable. Pasé mis dedos por el sudor que bajó por mi sien, cuando miré mi mano, noté el rubor rosa y el delineador negro.

Soy caos. Mátenme ahora.

Él, lucía impecable. Alto, metro noventa y dos de músculo, y testosterona pura, enfundado en un caro traje azul oscuro de sastre. Se sentó al otro extremo de la larga mesa de juntas, al fin alzando la mirada una vez estuvo acomodado.

El zafiro de sus ojos, me hizo tragar seco. Bajo la brillante luz natural que entraba por los cristales de la oficina, pude apreciar un amarillo intenso alrededor de sus pupilas negras. Era un león, o al menos su melena rubia perfectamente peinada, le daba ese aire.

—Señor Quest... —lo saludé, contrariada.

Aiden Quest, me miró con una expresión de desagrado rayando el desdén. El famoso hombre de negocios, mente maestra del diseño de hoteles cinco estrellas, y CEO de su propia compañía de seguridad de software, lucía desconcertado ante mi apariencia.

Miré de reojo mi reflejo en los cristales a mi izquierda, que gracias al sol, me notaba muy bien. Y ahí estaba yo, y todos mis kilos de demás, sudando como si esto fuese un horno, y yo el cerdito cocinado.

Y para complementar mi imagen, el maquillaje que mi mejor amiga, Nina, se había esforzado en aplicarme, surcaba mi rostro como el principio de una pintura abstracta de Picasso.

Lilly habría sabido manejar la situación.

—Señorita... Aldridge —murmuró el hombre, revisando los papeles en la mesa— ¿Es usted la asistente personal de Owen Hicks?

Casi me dolió su pregunta. Su tono fue demasiado incrédulo. Como si yo no pudiese tener un buen puesto de trabajo, por lo que sea que él está mirando en mí.

Una payasa sin duda.

—Sí, señor. Lo soy. Mi nombre es...

—De acuerdo. Es suficiente —cortó aburrido, barriendo su mano en el aire— ¿por qué Owen la envió a usted, cuando me dijo que enviaría a su hija?

Sí. Todos amaban, y preferían a Cressida Hicks. La morena de caderas estrechas, y pechos operados que lucía el cuerpo de Kim Kardashian en sus mejores años, cuando yo me miraba como la versión gorda de la mujer famosa.

Se me subió el rubor a las mejillas, y a todo el rostro. Sentí mis orejas arder, y automáticamente me encogí de hombros. Me sentía como una niña regañada por su profesor.

—Pues, el señor Hicks me ha cedido varias de sus responsabilidades, es casi una prueba para medir mi rendimiento —me atreví a explicarle.

A él no le importaba nada que yo estuviese a prueba para obtener un mejor puesto. Que alzara una inquisitiva ceja leonada, me lo dejó claro.

Me clavé las uñas en las manos, mientras tragaba seco. ¡Cristo! Este hombre estaba haciendo que me derritiese, y no precisamente porque me sentía atraída a él, —lo cual sí sentía—, sino por su indiferente y sobre todo mal humorado carácter, que me tenía bañada de sudor nervioso.

—Sin ánimos de ofender, señorita, pero los asuntos que Owen discute conmigo, son demasiado complejos para que los trate su asistente.

Y ahí iba, otra bomba justo sobre mí.

Nos quedamos en silencio. La tensión era abrumadora. Su mirada era despreciativa, esperando que me largase llorando. Él era el primer futuro inversor de la fundación Hicks con el que me reunía y sin duda el primero en romperme la ilusión de ser una chica competente como mi jefe aseguraba.

Lilly no se habría quedado callada.

—Señor Quest —suspiré abatida, apenas alzando la mirada buscando un milagro—, si me da una oportunidad...

—No.

Se levantó del sillón ejecutivo, y se dirigió a la salida. Mis esperanzas cayeron al suelo, resquebrajándose a mis pies.

—Me tomo muy en serio el profesionalismo, señorita —lo escuché gruñirme, a dos pasos de abandonar la sala—. Y déjeme decirle, que nadie la tomará en serio, con maquillaje barato regado en su rostro, y sobras de comida en su ropa. Buenas tardes...

Se fue. Destruyendo el último ápice de esperanza que tenía. Había practicado mi conversación toda una semana, para terminar aquí. Humillada.

Miré mi pecho, notando las migajas de dona y mi blusa blanca con una mancha de mermelada de frambuesa. Cerré mis ojos, y exhalé un lastimero suspiro. Eché a perder todo, mis impulsos de ansiedad, me traicionaron...

NO TE ENAMORES DEL SR. SEXODonde viven las historias. Descúbrelo ahora