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Estábamos de regreso en nuestro campamento. Sesenta personas había sido el número definitivo de refugiados que subimos al camión que partió con nosotros. Ahora ellos estaban instalados a nuestro alrededor. Niños. Adolescentes. Mujeres. Hombres. No vi por ninguna parte un adulto mayor a 40 años. Sefu había dicho la verdad, él era el mayor con 35.

—Los matan —continuó Sefu, con la mirada perdida en la fogata—. Frente a nosotros. Saben que un anciano es alguien sabio para nosotros, alguien que sabe cómo sobrevivir, por eso se deshacen de ellos. Para no tener muchas opciones de seguir vivos sino es uniéndonos a su causa...

—¿Por qué ellos necesitan tanta gente? —le murmuré a Tadeu.

Él estaba a mi lado, al igual que otros soldados, escuchábamos el relato de lo que era vivir en medio de una guerra civil. La noche había llegado apenas regresamos al campamento, Pierre no me ha dejado sola, y seguía aquí conmigo. Continúa preocupado por mí, o eso me dicen sus miradas de reojo.

—No los necesitan, Madison. Pero si no demuestras que eres valioso para ellos, entonces no eres valioso para respirar.

Tadeu me observó con seriedad, y su quijada apretada. Él era otro que sabía muy bien lo que era padecer una guerra, y escoger un bando. Miré más allá de las llamas del fuego, hacia Joe. Sus ojos estaban fijos en mí, casi podía ver cómo su mente trabajaba veloz mientras me escrutaba.

—¿Segura no quieres decirle? —preguntó Pierre a mi derecha.

—¿Decirle? ¿Qué cosa?

Observé al magnate francés, frunciéndole el ceño. Pero él solo esbozó una apagada sonrisa, gesticulando con su cabeza hacia el sargento americano.

—Que no estás disponible emocionalmente, Madison.

—Estoy trabajando, Pierre —le reproché en un bajo siseo—. No tengo que advertirle a nadie que sea profesional y cumpla su trabajo estando aquí. Que tengamos cámaras no convierte esto en un estúpido reallity show.

Estaba cansada de esto, de las acusaciones de Pierre cuando Joe no había hecho el mínimo gesto de seducción, no que yo notase. Me levanté del tronco que rodeaba la fogata y abandoné el lugar hacia mi carpa. No pude evitar mirar hacia las personas que habíamos ayudado, la mayoría ya habían colocado tapetes en el suelo para poder dormir a la intemperie. Todos aquellos que no cabían dentro de más carpas.

Los más jóvenes y sanos habían cedido las tiendas de campaña a los niños pequeños, y a las madres. Algunos dormían dentro de la parte trasera de los camiones. Pero no era suficiente para acobijarlos a todos. Entonces abrí las cortinas de mi carpa, las luces de los candiles estaban encendidas y noté a la mujer sentada en mi catre, con un bebé pegado a su pecho.

—Lo siento —me dijo asustada, rebuscando las palabras en su pobre repertorio de mi idioma—. Lo alimento. ¿sí?

—Sí. Está bien. No te preocupes.

NO TE ENAMORES DEL SR. SEXODonde viven las historias. Descúbrelo ahora