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El cielo estaba tan claro. No había una sola nube cubriendo el sol. Era el mismo planeta, teníamos el mismo cielo, pero no parecía así. Era muy extraño encontrar un día caluroso y completamente despejado en Londres. No es como si no existiesen, pero no se sentía lo mismo.

O tal vez yo no era la misma. Había volado de Irlanda a Alemania, de Berlín a Zúrich, y ahora aquí. Nueva York. Y en estas últimas dos semanas, apenas he hablado con Nina para que sepa que sigo viva.

Lo extraño.

A él.

No al clima de Londres.

No a mi país.

Extraño a Aiden.

Siempre pensé que querría esto. Ser de esas personas que no se quedaban más de una semana en un país. Que sus vidas resultaban tan ocupadas, que debían viajar constante, sin sentirse atados a nada. Recuerdo haber querido esto, pero jamás pensé lo vacío que se sentiría.

Creo que deberías terminar lo que haces, y luego regresar a casa, Maddie —murmuró Nina, con mucha nostalgia—. ¿Cuánto tiempo crees que te tome?

—Pues ahora estoy en el hangar de la fuerza área. Aquí fue donde los contactos de Pierre me trajeron, Nina. En cuanto hable con el sargento Mckale te avisaré, regresaré a Londres apenas esté todo listo.

No sabes qué alegría será para Ai...

—Nina, no. Por favor. Ya hablamos de esto, no lo menciones —le dije abrumada.

Su nombre me ponía mal. Me hacía pensar en lo que perdí. Al final no pude ser indiferente, y no sé cómo mi corazón empezó a estar en juego. Pero Aiden era un dolor permanente en mi pecho.

Maddie, si me dejases decir...

—Adiós, Nina. Te llamo después.

Corté sin dejarla hablar. Nina estaba confundiéndome con su a favor y en contra, de Aiden. Ojalá se decida pronto.

—Señorita Aldridge —ladró una voz masculina.

Alcé el rostro hacia el hombre que ingresaba por la entrada abierta del hangar que daba a la autopista de aviones. Traía el sol a su espalda y tuve que entrecerrar mis ojos.

—¿Sargento Mckale?

El hombre se detuvo frente a mí, y entonces lo noté. Más del metro ochenta de alto, así que lo miraba hacia arriba. Musculoso como cualquier soldado americano, y bronceado también. Corto cabello negro, ojos azules, y lo que empezó con un gesto serio acabó con una media sonrisa en su varonil rostro.

—Puede llamarme Joe, si lo desea, señorita —musitó con voz más suave, y un leve acento muy parecido al de Natalie.

Él no lucía lo suficiente mayor para hablarle de señor. No debía superar los treinta, además de tener cierto atractivo, si peligro era lo que una chica buscaba. Y yo estaba fuera de buscar. Así que solo sonreí amable, fue una mueca medio forzada. No debido a él, claro.

NO TE ENAMORES DEL SR. SEXODonde viven las historias. Descúbrelo ahora