106. Naranja

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El mar se extendía hacia lo que parecía el infinito si miraban hacia la derecha, fundiéndose con el azul del cielo, pero si giraban la cabeza hacia su izquierda acababa chocando contra un acantilado que recortaba la isla de forma abrupta. Las pocas olas que había se chocaban contra la piedra, pero desde ahí ni Alba ni Natalia podían escuchar el ruido que causaba el agua al estrellarse. Aunque tampoco les facilitaba eso de escuchar nada lo de estar compartiendo auriculares para escuchar música mientras el barco se mecía al ritmo de las olas, todo sea dicho. Habían tenido que dedicar un pico algo doloroso de sus ahorros a aquel paseo en barco, pero ninguna se arrepentía de haberlo hecho ahora que, si buscaran la definición de paz en el diccionario, estaban seguras de que aparecería la imagen de ambas en bikini, en medio del mar, tumbadas bajo el sol y pasándose el móvil de vez en cuando para poner en cola alguna canción que les apeteciese escuchar entre los saltos que daba el aleatorio por la playlist para pintar de la pediatra.

Natalia dejó de mirar las rocas que se alzaban a lo lejos para fijar la vista sobre Alba, que sonreía con los ojos puestos en el horizonte, y por su cabeza pasó rápido y sin permiso un pensamiento: aquello era mejor que vivir en una película. Lo era porque estaba viviendo en la película que siempre había querido vivir, sin vivir en una. Desde que era pequeña había fantaseado muchas veces con cómo sería vivir en los universos de sus películas favoritas, empezando por imaginarse un mundo en el que sus juguetes cobraban vida y llegando, en la adolescencia, a visualizarse a sí misma siendo la protagonista de una comedia romántica donde la protagonista se enamoraba de alguien que le hacía querer bailar por la calle y sonreírle hasta al señor borde del quiosco de la esquina. Una parte de ella siempre había querido vivir en una peli así, y ese día, rodeada del Mediterráneo más turquesa, supo que ya no lo quería. No lo quería porque ya no le hacía falta desear ser parte de un guion moñas e idílico, y no le hacía falta porque su propia vida era en ese momento mucho mejor que cualquier guion moñas e idílico, porque era real.

El cine nos cuenta historias increíbles y nos hace querer vivirlas, pero es falso y está lleno de decorados que solo son trampantojos hechos con madera, y de focos que nos engañan y nos hacen creer que es de día cuando en realidad es de noche, y de micrófonos sujetos justo fuera de cuadro para que el espectador no los vea, y de todo tipo de trampas que hacen que ni siquiera nos cuestionemos cómo está hecho aquello que estamos viendo. Y a Natalia le encantaba esa falsedad que rodeaba el cine, y cuanto más la descubría más mágico le parecía en lugar de sentir que perdía la gracia, e incluso a pesar de saber lo falso que era todo no había dejado de querer ser la protagonista de una de esas películas que le habían hecho mantener la esperanza de que, aún sintiéndose la persona más insulsa y menos interesante del mundo, alguien llegaría algún día para quererla tal y como era. Hasta ese día, tomando el sol en un barco lejos de la costa y rodeada de una masa azul que no daba miedo, siguiendo con la vista los lunares que bajaban por el cuello de Alba mientras ella sonreía de bien que se sentía. Ese día pensó que para qué quería una peli teniendo aquello.

-¿Qué pasa?-preguntó la rubia, sabiéndose observada.
-Nada-Natalia se encogió alegremente de hombros.
-¿Nada?
-Estaba pensando-le explicó, y alargó el brazo para coger su móvil-, trae.
-¿Canción?-adivinó la pediatra con una ceja en alto.
-Efectivamente.

Alba sonrió, le tendió el móvil y esperó con paciencia a que terminara la canción que estaban escuchando para que empezara la que Natalia quería ponerle y escuchar así lo que estaba pensando o, al menos, lo que quería decirle.

La casa del árbolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora