25. Cara de idiota

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Había salido de casa a las siete con su cámara en mano, a disfrutar por primera vez en semanas de un paseo fotográfico sin arrastrar el carrito de su ahijada. Adoraba a esa niña pero lo de la fotografía espontánea emulando un carrito de bebé no era lo más fácil del mundo. Normalmente esos paseos los daba por la tarde, aprovechando las luces del atardecer, pero desde que había descubierto esa nueva franja horaria le parecía de lo más interesante. Quizás la luz no fuera tan bonita como a las siete de la tarde, vale, pero a esa hora no podía fotografiar a los camareros montando mesas en las terrazas de las cafeterías, o al señor que abría su quiosco, o una calle vacía con un atleta madrugador corriendo mientras escuchaba música. Tampoco se podía encontrar a esa hora a los basureros limpiando las calles, y sin embargo ese sábado había podido fotografiarles. Le encantaba precisamente porque era algo tan banal que a la gente en general no se le ocurriría convertirlo en el protagonista de una foto, pero a ella sí, ella le daba importancia a aquello que damos por hecho, porque así funcionaba la cabeza de Natalia. Le gustaba también observar cómo cambiaba el ambiente de la calle con el paso de las horas, y cómo se iban llenando a medida que pasaba el tiempo de niños que bajaban al parque o gente que salía a comprar a las tiendas del barrio. Lo observaba todo como una mera espectadora, como si ni siquiera estuviese allí, pues cuando iba escuchando música a todo volumen se sentía un poco así, y era lo que intentaba que sintiera la gente al ver sus fotografías. Que se sintieran espectadores de una película ajena mientras veían algo que en realidad ocurría todos los días a su alrededor.

Volvió a casa cerca de las diez, contenta y mucho más relajada, pues era el efecto que solían tener esos paseos en ella, y ese día lo necesitaba. Se dio una ducha, recreándose en su rutina de cuidado de la piel que solo recordaba llevar al día durante un par de semanas como mucho antes de abandonarla, y fue hasta la habitación a enfrentarse al primero de sus grandes retos del día: elegir outfit. Con una toalla enrollada en su torso y otra en su cabeza se plantó delante del armario y empezó a hacer repaso de toda la ropa que tenía. Descartó primero la que era más de chándal o básica, y luego la de fiesta, pero aún tenía demasiadas opciones para su gusto. Fue dejando encima de la cama las que más le convencían, intentando visualizar las mejores maneras de combinar aquello para una primera cita a la que no quería ir demasiado básica pero tampoco excesivamente elegante. No, a un bar de tapas no podía ir demasiado elegante. Quizás le estaba dando demasiadas vueltas a algo que podría ser mucho más sencillo, pero, de nuevo, así funcionaba la cabeza de Natalia.

-Joven en toalla observando sus ropajes, óleo sobre lienzo, por Diego Velázquez en 1651-la sobresaltó María, que había salido de su habitación y había tenido que reprimir la carcajada al encontrarse semejante panorama.
-Imbécil.
-Buenos días a ti también-bostezó la rubia.
-Yo es que llevo cuatro horas despierta, ¿sabes?
-No es mi culpa que no sepas disfrutar de los placeres de la vida-se encogió de hombros-. ¿Te has puesto a hacer la limpieza de la japonesa esa, la maricona?
-¿Marie Kondo?-levantó la vista Natalia de su ropa, ahora siendo ella quien intentaba no reírse.
-Esa.
-No, ¿por?
-Yo qué sé, como has vaciado el armario.
-Lo he vaciado porque no sé qué coño se pone una para una primera cita en un bar de tapas un sábado a mediodía.
-Pues cualquier cosa, cariño.
-No, cualquier cosa no, porque no voy a ir con un top de lentejuelas pero tampoco con la camiseta de jambo.
-Oye, pues esa mola.
-Pero no para la ocasión, María-se dejó caer sobre la silla que tenía frente al escritorio con desesperación.
-A ver, pero no te estreses que no son ni las once de la mañana todavía. ¿Qué opciones tienes?



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Guardó las llaves y el pendrive en su riñonera, se echó un último vistazo en el espejo que tenía junto a la puerta de la entrada y salió, dando por bueno el conjunto después de mirarlo por vigésimo tercera vez. Se había puesto una camiseta negra de tirantes y una falda vaquera clarita, con cinturón del mismo color que la blusa y sandalias de suela alta. Tenía ganas de ver a Natalia así, pues la única vez que se les había dado la ocasión de verse ellas solas había sido más algo por casualidad que consensuado por ambas, como una cita como tal. Bajó las dos plantas por las escaleras y se armó de valor para salir al calor de la calle. No necesitaba el valor por el calor en sí, sino porque Natalia la había avisado de que ya estaba allí abajo. No solía ser muy insegura con su físico, pues con los años había aprendido a querer aquello a lo que en su adolescencia empezó a perder cariño, pero como le había pasado el viernes anterior, compararse con Natalia sí que le imponía. Le costaba asimilar que una persona con esas piernas kilométricas y ese abdomen con abdominales marcados pudiera fijarse en ella, tan menuda como era. Y, efectivamente, cuando la vio a través del portal apoyada en una farola, con un pantalón de rayas blancas y negras verticales que la hacían parecer incluso más alta, y una camisa negra de manga corta que llevaba casi abierta sobre un top del mismo color, tuvo que pararse un momento a respirar hondo antes de abrir la puerta.

La casa del árbolWhere stories live. Discover now