Capítulo 6

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Sé fiel a tu propio ser y entonces sucederá, como la noche sigue el día, que no podrás ser falso con nadie.

(W. Shakespeare)


—¿Vas a quedarte todo el fin de semana?— Me pregunta el pequeño casto de tres dientes.

—¿Quieres que me quede?— Asiente enseguida. Consigue robarme una notoria risita.

—Pues no se diga más— se retuerce entre mis brazos. Sé que quiere tierra bajo sus pies así que le bajo despacio y le dejo sobre el suelo.

—¡Bea se queda! ¡Bea se queda! ¡Bea se queda!— Grita mientras sale corriendo al alcance de sus amiguitos.

—Pa que veas lo mucho que has pasado sin asomarte por aquí.

—¡Papá!— Corro a sus brazos. A esos brazos que pese a la edad siguen siendo lo suficientemente fuertes para abrazarme como nadie.

—¡Bea!— Me peina el pelo con la palma de su mano—. Mi pequeña Bea. Mi pillina.

—Papá, ya soy mayor— digo entre sollozos.

—Para un padre una hija jamás será mayor. Y tú siempre serás mi pequeña— tiene mi rostro entre sus grandes manos. ¡Cómo le he echado de menos!

—Os eché tanto de menos.

Mi padre trae los ojos vidriosos.

—Y nosotros a ti. Anda, entra. Tendrás hambre y estarás cansada.

—La verdad es que sí.

Coge mi equipaje y lo sube a lo que suele ser mi cuarto. Está todo igual. Cierro los ojos. Inspiro el olor a hogar. ¡Cómo amo estar en casa!

—Hacías eso cuando nos íbamos al campo. Te gustaba mucho la naturaleza. Poder correr sin limitaciones. Oler cada flor que se tropezara en tu camino.

Cómo olvidarlo. Me tiraba horas y horas observando las margaritas del campo.

¡Qué momentos! Echo de menos mi infancia. Echo de menos esa vida, donde no tenías que preocuparte por nada y si un niño te molestaba, con darle con la cuchara de comer en la cabeza, era suficiente.

Me detengo sonriente. Miro por todos lados. Siguen teniendo mis juguetes en una cajita. Con los seis meses que han pasado, llegué a creer que lo habrían dejado abandonado en el almacén.

—¿Y mamá?— Pregunto al notar su ausencia.

—Se fue al mercado. Dijo que tenía que preparar algo demasiado rico porque su hija volvía a casa— Me mira—. ¿Sabes?

—¿Qué?

—Tu madre anda pesada con el payaso ese del Ricky. Y si te soy sincero... —se tapa la boca como si no quisiera que lo escucharan— a mí nunca me ha gustado como yerno. Es buen chico, pero como candidato para ti, es más malo que las pesetas de Franco.

—¡Oh, papá!

—¿Qué? Es la verdad.

Dímelo a mí.

—Ricky y yo hace tiempo que lo dejamos.

—Pues tu madre no lo ha superado.

—Papá... —alargo su nombre— quien tiene que superar nada soy yo. Soy yo quien rompió con él. Soy yo quien decide sobre mis relaciones y lo que diga mamá, me vale madre.

Necesito aclararlo. Necesito que ella entienda que mi vida es mi vida. De repente escuchamos la puerta. Seguramente es mamá.

—Esa debe ser tu madre.

—¡Preciosa!— Dice al entrar. Deja de lado la bolsa de mercado que trae y extiende los brazos incitándome a abrazarla. La abrazo y le doy dos besos. Algo muy típico de España—. Te esperamos desde las cinco.

—El trabajo. El señor Ruiz no me deja ni un minuto de respiro.

—Tu padre de joven trabajaba las veinticuatro horas.

—Gracias por los ánimos, mamá. Te ayudo con la cena.

Durante esa una hora que nos ha llevado preparar la cena he intentado esquivarle las preguntas relacionadas con mi ex. No porque siga doliéndome sino porque yo soy de las que creo que después de mil intentos, si algo se acabó, se acabó. Es como un rayo. Si cae, en la tierra se queda. No retorna.

—Todo estuvo delicioso—. He de admitirlo. Mi madre puede llegar a ser un tormento, pero lo cierto es que tiene sus cosas buenas. Como guisar. Las patatas a lo pobre siempre le salen deliciosas. En cuanto acabamos charlamos un poco de todo. Me cuentan historias de lo que pasó aquí durante mi ausencia. Lo mal que la pasó Sandra con su hijito después de que el cobarde y bueno para nada que tenía como novio la abandonara. La verdad es que yo no sé por qué hay gente tan nefasta. ¿Qué tan difícil es asegurar tu aparato en un diminuto plástico para que el otro aparato no se moje? ¿Alguien me lo puede explicar? Lo cierto es que disfrutar todos queremos. Pero ahora sí, a la hora de la verdad quien se come los marrones somos nosotras. Que si el niño necesita pañales. Que si le falta leche. Que si tiene cólicos. Que si no duerme por la noche, y ya de paso, tú tampoco. Y un sinfín de acontecimientos poco agraciados en ese momento. Ojalá padecieran un poco, solo un poco, de lo que nosotras padecemos.

—Voy a fregar los platos.

KILLING ME SOFTLYWhere stories live. Discover now