CAPÍTULO 30: Mi dulce redención

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"Aquí me tienes amándote a gritos, a mí que me gusta querer en silencio." — Andrés Ixtepan.

Marco

Día 3.

—¡Maldición, sí! —gimió, enterrando sus uñas en mis hombros y tirando la cabeza hacia atrás, de tal manera en la que el valle de sus senos se alzó justo frente a mis ojos, dificultándome el no inclinarme hacia ellos.

Estaba prácticamente desnuda sobre la mesa del comedor principal. Durante nuestros dos días en la ciudad nos percatamos y aceptamos que no necesitábamos usar ropa o pijamas. Por mí, habría andado desnudo o máximo con un bóxer por las bajas temperaturas, pero ella se negaba a quitarse el albornoz de seda, que para ese momento, no era más que un invierte tela en su abdomen.

Rodeé su cintura con mis brazos, manteniéndola junto a mí, piel con piel, mientras mis caderas continuaban estrellándose contra las suyas. Habíamos follado en la regadera la mañana del día anterior, también al regresar de nuestra visita al centro de la ciudad y cerramos la noche con broche de oro: inaugurando la nueva isla de mármol, al parecer teníamos una especie de fetiche con ellas.

Sin embargo, no me era suficiente, no lograba saciarme de ella, de sus gemidos, de la manera en la que se esmeraba para recibirme y como se ruborizaba producto del calor corporal.

Continué arremetiendo contra su delicado cuerpo, sintiéndola llegar al borde del éxtasis, podía notarlo por la manera en la que sus paredes se apretaban aún más alrededor de mi miembro, llevándome a la locura. Hundí mis dedos en su cabellera, manteniéndola cerca mío, nuestra transpiración mezclándose al igual que nuestros suspiros.

—Estoy... —murmuré apenas siendo capaz, hundiendo mi rostro en el vértice de su cuello, en donde podía inhalar el aroma de su piel, el sudor perlando su tez y mis marcas cerniéndose sobre ella.

—Yo también...

Sentí sus largos y delgados dedos empuñar mis hebras, mientras ambos perdíamos la batalla contra la resistencia y abstinencia sobre aquella enorme mesa de madera.

Sus ojos se clavaron en los míos, igual a unas dagas, eran tan claros, tan llenos de vida, que por un momento me replanteé un escenario en donde ambos pudiésemos tener todo ello sin la necesidad de escondernos del mundo. Quizá era la idea de volverla a perder por meses, o la gran probabilidad de que, gracias al fin de su compromiso, pudiese volver a enamorarse y yo quedara en el pasado, como una simple aventura.

Le había dicho que me importaba, porque lo hacía. Me importaba saber sí estaba bien, me importaba saber sí alguien la hubiese lastimado, incluso si comía o sí era feliz dentro de su utópico mundo, porque sí algo había emprendido era que ella le prestaba demasiada atención a lo que opinaba el resto del mundo sobre su vida, especialmente su familia, lo que estaba bien...hasta cierto punto.

Lo vi en sus ojos, en esos momentos fugaces cuando se detenía para observarme. Fue como si de repente, en medio de una conversación común, hubiera una pausa etérea, un instante de lucidez en el que su mirada se posaba sobre mí con una claridad sorprendente.

Se detuvo por un momento, nuestras palabras se desvanecieron, y en ese breve silencio, mi expresión reveló algo más. Fue como si el mundo entero se desacelerara y solo quedáramos ella y yo en ese espacio de tiempo suspendido.

Fue entonces, en ese silencio lleno de significado, que comprendí. En esos ojos centelleantes, en esa atención que se concentraba en cada uno de mis gestos, pude sentir la profundidad de mis sentimientos.

Volví a separar sus piernas para mí, adentrándome en ella con fuerza, en busca del codiciado orgasmo. Hasta que la bajé de la mesa y, con mi palma en su espalda, la incliné sobre la superficie de madera, y cuando finalmente me adentré y lo hice de forma brusca, Céline gritó mi nombre, intentando sostenerse de lo primero que sus manos encontraran: el borde de la mesa.

Dulcemente Mortal y Letalmente Efímero [BORRADOR]Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon