Capítulo 45: Manifestaciones de una devoción inquebrantable

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"Me encantan esas personas intrépidas y tercas como las mulas. Esas de corazones obstinados que van a por la vida sonriendo como si nada, mientras están sanando poco a poco todas las heridas que llevan dentro." —Kelvin Clarus.

Marco

Mediados de octubre.

Manhattan, Nueva York.

Terminar el mes al que me negaba a acceder fue mucho más difícil de lo que creía; el verla, sentirla y escucharla alrededor mío era sin duda alguna un privilegio que hasta entonces logré disfrutar. Sabía y tenía planeado el sorprenderla por el aniversario de la fecha en la que nos conocimos, por lo que me contacté con el joyero de mi familia y con el de la joyería Harry Winston y empezamos a trabajar desde la noche en la que me casé en un anillo que fuera distinto al de compromiso, que era un diamante blanco de un tamaño bastante considerable.

Sin embargo, cuando la sugerencia por parte de Emma y mamá ante un anillo inspirado en el de la difunta Princesa Diana llegó, no hubo lugar a duda. Trabajaría con esa base para todos los anillos que le daría por nuestros aniversarios de boda, todos con un diamante diferente, zafiro, rubí, esmeralda, ópalos. Todo lo que ella merecía.

Los días en Italia, en el país que la vio nacer y crecer, con sus comidas favoritas, su música, sus costumbres, me permitió conocerla de una forma que jamás esperé. Trajes de baño diminutos, verla disfrutar de pizzas, pastas, helados, verla leer libros sobre misterios y conspiraciones, no tener miramientos al acercarse a los vendedores locales y hablarles amablemente con una enorme sonrisa en el rostro.

Comprendía que aunque nuestra vida se tratara en gran parte del dinero y del estatus social, ella era un jodido sol. Aunque tuviera miles de millones en su cuenta bancaria y pudiese comprar media Italia, no lo parecía; era amable, sonreía, estrechaba manos y recibía halagos con otro.

Sus carcajadas, una versión suya más liberada de la última vez que estuvimos juntos, en Viena. Libertad, eso era lo que ella emanaba, y aquello la hacía mucho más atractiva de lo normal. Verla reír, bailar, compartir con desconocidos era un jodido deleite, una imagen que jamás podría olvidar.

Era admirable la forma en la que sonreía como si no hubiera pasado por un infierno, como si mi padre no la hubiera amenazado con exponerme y exponer las fotografías que el maldito ordenó que tomaran, como si no hubiera sido casi violada en dos oportunidad o no hubiera sufrido un aborto del bebé que realmente deseaba.

Aunque sonara cursi o algo parecido, era un maldito privilegio ser esposo de alguien tan fuerte y admirable como ella.

Hacerla mi esposa, aunque eso sonara posesivo y comprendiera que ella no era un objeto, pero no era aquella la forma en la que lo decía, sino era un recordatorio de con quién iba mi lealtad, mi devoción y mis demostraciones de cariño. No el simple y vano hecho de reclamarla como mía al igual que un objeto.

La luna de miel giró alrededor de conversaciones que jamás creí llegar a tener, con ella y mucho menos con alguien más, notar que el tiempo separados nos sirvió para madurar aunque fuera difícil de notar en un principio, para volver a considerar lo que éramos juntos y por separados, y por supuesto también fue una perfecta sinfonía de sexo.

El estar a la completa disposición del otro, con diminutos trajes de baño, sin que nadie nos interrumpiera y a escasos metros.

Volver de Eslovenia luego de un mes entero fuera creía que sería duro, el volver a la sociedad, a compartirla con el mundo, pero el siempre encontrarla en casa o esperar por ella era como un bálsamo para mi desesperación. Habían sido dos semanas, en donde establecimos una rutina más estable, éramos un matrimonio estable, que se llamaba, se escribía, pero sobre todo se encontraba luego del trabajo.

Dulcemente Mortal y Letalmente Efímero [BORRADOR]Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz