El hilo rojo

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Mientras veía el amanecer más hermoso de mi vida, pensé en lo mucho que había cambiado mi percepción sobre las cosas. Sentía una sensación de felicidad que no había experimentado. La plenitud de sentirte amada y de amar a la misma persona que te quiere, me hacía sentirme en el lugar adecuado.

Era como si el universo me estuviera abrazando y yo, que nunca creí en el universo, le estaba agradeciendo por habérmela presentado. Respiré profundamente cargándome de la energía que me rodeaba.

Por mucho tiempo pensé que no tenía nada qué mejorar. Que los que me querían debían aceptarme retraída, antipática y con ese fastidio incontrolable que me daba el mundo exterior. Fui afortunada de que Benjamin, Paula, Claudia y Sergio no me forzaron. Sabían que algo estaba mal conmigo, pero no me obligaron a ser diferente. Trataban de acercarse, pero se iban cuando se daban cuenta que lo que necesitaba era estar sola.

Desde que murió mi abuela mi círculo social no se extendió. Ella era la única con la que podía pasar todo el día hablando de sueños. La escuchaba contarme sus historias y me daba alegría, aunque lo pensara irreal o ilógico, pero resultó no estar equivocada. Tuvo razón cuando dijo que, en lo más profundo de mí, había una barrera. Decía que estaba encerrada y que solamente yo, tenía las llaves. Que ninguna persona iba a sacarme, porque dependía de mí y para salir tenía que decidirlo. Pensé que estaba perdiendo la cabeza, pero me hacía tan feliz que no la contradecía.

Un día, Paula le dijo que me daría una llave nueva, pero mi abuela que también sentía una adoración por mi amiga, le aclaró: «Solamente puedes darle otra llave, cuando ella decida salir. Si algún día Julie sale de las barreras en las que se siente segura, puedo garantizarte que te dará su llave». «¿Y para qué quiero la llave de Julie?», preguntó Paula y yo de verdad creí que habían perdido la cordura, pero mi abuela tenía una respuesta que, aunque no entendí ese día, ahora tiene sentido. «Para sacarle copia, Paula. Cuando Julie vuelva a entrar en su encierro, puedes ayudarla. Entras con esa llave y la sacas», contestó sonriente y con cara de tramposa, mientras me daba la taza de café, mirándome con un cariño infinito que hacía que absolutamente todo, estuviera bien.

Pasé mi vida pensando que estaban de broma, pero era real. Salí de mis barreras no porque Sophia me sacó. Nadie podía sacarme, pero cuando fue mostrándome cómo era Venezuela, la necesidad, la belleza de lo simple, lo bonito de ser joven, o de enamorarme... me di cuenta de que valía la pena conseguir la llave de la que tanto me había hablado mi abuela.

La busqué en lo más profundo de mí, porque quería salir y valió la pena haberlo hecho. Viví momentos que no voy a olvidar. Porque, mucha gente dice: «no le tengan miedo a la soledad», pero ¿qué hay de aquellos, que como yo, le tienen miedo a la compañía? Hay que ser valientes para enfrentarnos a ese temor y del coraje nacen conexiones que, sin saberlo, nos motivan a abrirnos, a conversar, a relacionarnos y a ir quitándonos de a poco las barreras protectoras que nos tenían distanciados.

Viendo el amanecer, contemplando la belleza de una tierra entristecida, me di cuenta de que no tenía miedo. No me asustaba el curso, ni me sentía superior a los demás estudiantes. Ni siquiera sabía qué me preparaba la vida, cómo sería esa nueva etapa, o de qué manera podía dificultarse. Porque se dañan las cosas y algunas equivocaciones arruinan la perfección que sentimos, pero si no nacemos para combatir con eso, nos toca vivir encerrados en las mismas barreras en las que me guardé por tanto tiempo. Porque al final, Sophia Pierce tuvo razón. Terminé siendo la metáfora de la princesa, la diferencia es que no me encerraron mis padres, sino yo misma.

Suspiré profundamente y cerré los ojos, inhalando el olor a sabana con los primeros rayos de sol.

Fui entendiendo que había dejado de sentir vergüenza porque otros me molestaran. De pronto, tenía una seguridad y un cariño por mí misma que iba por encima del ego. Me sentía especial más allá de mi inteligencia, o mis valores. Ya no era esa niña que no hablaba con nadie y aunque tampoco era de las que más conversaba, ya nunca más me iba a quedar callada porque Sophia me había ayudado a encontrar mi voz.

El capricho de amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora