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Natalia respondió a los correos electrónicos más urgentes y, suspirando, apagó el móvil de uso profesional.

Trató de despejar su mente clavando la vista en la ventana de la parte trasera del taxi que la llevaba al hotel, tras una jornada agotadora de trabajo.

Odiaba profundamente las conferencias a las que estaba obligada a asistir. Aunque era imprescindible para el buen funcionamiento de la empresa, estar todo el día poniendo buena cara y haciendo contactos no era su plan favorito. Y mucho menos si el evento era fuera de casa, ya que las habitaciones asépticas de los hoteles tampoco le apasionaban.

Perdida en sus pensamientos y en las luces del tráfico madrileño, fue el taxista el que tuvo que avisarla de que habían llegado a su destino.

La morena entró en el hotel y, tras pasar por recepción, entró a la zona del bar, donde se encontraban los ascensores.

Mientras esperaba impaciente la llegada del elevador, la luz de la sala cambió, volviéndose tenue.

Un foco iluminó el pequeño escenario dispuesto frente a las mesas.

Y una rubia parecida a un ángel emergió de las sombras para empezar a cantar acompañada tan solo de un pianista, situado detrás.

Las puertas del ascensor se abrieron para Natalia, que ni se dio cuenta. Hipnotizada, deshizo sus pasos hasta tomar asiento en la barra del bar.

Ni el cansancio, ni el agobio, ni su aversión a los hoteles y su soledad. Nada de eso inundaba su mente mientras la rubia versionaba Creep de Radiohead con un gusto exquisito.

Era preciosa. Todo en ella lo era.

Su pelo rubio platino, corto y peinado hacia un lado. Una cara esculpida por los dioses, poseedora de los ojos más mágicos que Natalia hubiera visto jamás. Y su boca, unos labios rosados más que apetecibles...

- Perdone, ¿va a consumir? - la voz del camarero la sacó de su ensimismamiento y la morena se giró con el ceño fruncido, molesta por la interrupción-.

- ¿Qué?

- Que si va a querer algo - le repitió-. Las noches de concierto hay consumición mínima.

- Una copa de vino blanco, por favor. ¿Tenéis albariño?

- Aquí tiene - le sirvió el camarero-.

Llevándose la copa de su vino favorito a los labios, Natalia prosiguió su escaneo.

Se detuvo en los hombros descubiertos de la cantante, perfectamente enmarcados por el vestido negro que llevaba.

- Buenas noches, soy Alba Reche y, como cada viernes, he preparado unas cuantas canciones para amenizar la velada. Espero que las disfruten.

Alba Reche sonrió y Natalia Lacunza la imitó por inercia, qué sonrisa. Se quería quedar a vivir ahí.

Amenizar la velada era un eufemismo, lo que la cantante hacía era infinitamente más que eso.

Era otra cosa.

La hora de concierto tuvo a Natalia en el séptimo cielo, ajena a todo lo que no fuera esa mujer minúscula que bajo ese foco, parecía iluminarlo todo.

- Muchas gracias. Muy buenas noches - despidió el concierto Alba, un viernes más-.

Bajó del pequeño escenario y dirigió la mirada hacia la barra, pero la morena ya no estaba.

Era la segunda semana que le pasaba.

El viernes anterior, mientras actuaba, le fue imposible no reparar en ese par de ojos oscuros que parecían ser los únicos de toda la sala.

Cantar en hoteles, aunque le ayudaba a pagar el alquiler cada mes, podía ser muy frustrante.

El público la mayoría de las veces la tenía como voz de fondo, estaba segura de que algunas mesas probablemente no habían siquiera reparado en su presencia.

Por eso le fue tan fácil a la rubia detectar la mirada de aquella mujer que parecía estar en la misma frecuencia que ella. Mentiría si dijera que no tuvo que hacer un esfuerzo titánico por mantener la concentración y no caer en el embrujo de esa intensa mirada.

Y de ella en general.

Imponente era la palabra que mejor describía a su espectadora.

Era alta y llevaba un traje azul marino que era increíble lo bien que le quedaba.

El pelo corto y oscuro dejaba ver su cara. Aun desde lejos, Alba se perdió en las facciones perfectas de la morena. Pensó que su boca y su mandíbula deberían considerarse ilegales como mínimo.

Esa primera noche, Alba terminó su actuación deseando poder recrearse en ella tranquilamente, sin tener que estar pendiente de cantar.

Con esa intención se acercó a la barra pero ya no había nadie allí, tan solo su copa de vino vacía.

Una lástima.

Alba era consciente de que trabajaba en un hotel. Su público cada noche era único e irrepetible, aunque habría deseado que por esa vez, las excepciones existieran.

Cuando al viernes siguiente, al subirse al escenario, la rubia visualizó a esa mujer trajeada de nuevo, una sonrisa se adueñó de su cara inevitablemente. Tras la sorpresa incial, le cantó todas y cada una de las canciones a esos ojos azabache.

Natalia le devolvió la sonrisa con una idéntica. Albariño en mano, se dejó llevar de nuevo por la voz rasgada de esa cantante que le había volado la cabeza.

Alba no pudo disimular su decepción al ver que, en cuanto se apagó el foco del escenario, su morena se había desvanecido de nuevo.

Las noches mágicas | AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora