En la guerra: victoria

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Peridot se queda completamente paralizada, presenciando el derramamiento de sangre, sangre que pudo ser suya. Su trance termina tan pronto como vino, cuando su tableta emite una discreta señal de alerta, proporcionándole la herramienta que necesita.

—Rose... Gracias por traernos hasta aquí —manifiesta, activando el reinicio de emergencia.

Entonces, generando la suficiente quietud para un momentáneo cese al fuego, el generador de energía deja de alimentar a la fortaleza, provocando a su vez que el sutil traqueteo del motor se detenga.

—¿R-Rose...? —titubea Perla, recuperando súbitamente el control.

Sin mucho tiempo para asimilar la situación, esta pierde el equilibrio y cae de rodillas, sosteniendo a su líder en brazos. Todos los presentes no tardan en caer también, pues las turbinas han dejado de girar, y la fortalece comienza a descender.

—¡¿Qué está pasando?! —cuestiona Blanco, aferrándose a duras penas al trono, completamente desconcertada.

Lapis, que se encontraba ya esperando el momento justo, reúne toda el agua que tiene a su disposición y la estrella contra el techo, aplicando la presión suficiente para que el acero blindado comience a doblarse. Sin sus barreras de energía para reforzarlo, el metal no tarda en reventar hacia el exterior, creando una vía de escape.

«Un último esfuerzo, puedo hacerlo», piensa entonces, reformando sus alas y saliendo rápidamente por el agujero. Una vez afuera, el espectáculo de encontrarse con la fortaleza precipitándose hacia el océano es más terrorífico de lo que imaginaba, la vida de todos a bordo depende de su fuerza.

Sin vacilar, Lapis se deja caer con la velocidad y precisión de un ave de presa, deteniéndose a tan solo algunos centímetros del mar, lo suficientemente cerca como para que el choque de las olas salpique sus pies. Encontrándose en su elemento, la noble insurgente cierra los ojos y respira hondo.

Como si se tratase de la voluntad de alguna antigua deidad del océano, una gigantesca columna de agua asciende estrepitosamente hacia el firmamento, alcanzando la base de la fortaleza y frenando su caída... Al menos por algunos instantes. Más temprano que tarde, Lapis descubre que Peridot no exageraba en cuanto al peso del complejo, pues sin importar cuánta fuerza consigue ejercer, no hace más que retrasar su avance.

—¿Cómo pasó esto? —pregunta Perla, perpleja. La escena de Rose desangrándose en sus brazos es casi onírica, como un sueño perverso del que no puede despertar.

—No pongas esa cara... Ganamos... —responde esta, levantando su mano temblorosa para acariciar la mejilla de su amada.

Percatándose de la situación, Amarillo y Azul apagan inmediatamente sus armas, apresurándose para auxiliar a su hermana menor. León, por su parte, se sacude la cabeza con molestia, y encontrándose todavía un poco aturdido, avanza también para alcanzar a su dueña.

De alguna manera, el sentirse rodeada por sus seres queridos hace que Rose olvide el profundo ardor que aflige su pecho, lo único que puede sentir es... Calidez.

—No, no... Mi pequeña Estrellita...

Al voltear la mirada, el grupo se encuentra con Garnet, quien se acerca sosteniendo a Blanco desde atrás, sujetando firmemente sus manos. La poderosa y temida líder del Imperio Diamante ha caído, y para sorpresa de todos, la vida de su hermana parece preocuparle más que su propia derrota.

—Yo... Solo quería que formaras parte de mi mundo perfecto... ¿Por qué insistir en lo contrario?

Con una expresión casi angelical, Rose sonríe.

—Me habría gustado coincidir en un mundo que ambas consideráramos perfecto.

Blanco siente un nudo en la garganta. Por mucho tiempo pensó en los horrores que infringiría en la mujer que asesinó a su pequeña hermana consentida, ahora; sin embargo, se ha convertido en esa mujer. Acongojada por un remordimiento que no recuerda haber sentido nunca antes, pierde la voluntad de luchar.

—Encárgate de ella —ordena Garnet, dirigiéndose a Amatista.

Asintiendo, la joven soldado aprisiona a Blanco con su látigo.

—Cola de dragón: Chispa.

Y con un breve quejido de dolor, la jerarca recibe una descarga eléctrica con el voltaje justo para hacerle desmayarse en el suelo.

Mientras tanto, un halo de tristeza crece alrededor de Rose.

—Debemos sacársela... —implora Azul, presa del llanto.

—No podemos —responde Amarillo, frustrada ante su enorme impotencia —. Solo empeoraríamos el sangrado, necesitamos llevarla al ala médica. Nuestra única esperanza es mantenerla con vida hasta que volvamos a la ciudad.

Para Perla dicha conversación no es más que un murmullo distante, su mirada está fijada en la lanza, el arma que le fue entregada con el único fin de proteger a Rose...

—Perla —murmura esta, entrecerrando tenuemente sus párpados —. Prométeme que no te culparás por esto, concédeme ese último deseo...

—¡Por favor, no digas eso! —exclama en respuesta, dejando escapar las primeras lágrimas —. ¡No puedo perderte! Yo... Te necesito en mi vida...

Su voz se quiebra al terminar esa oración.

—T-Te llevaremos al ala médica, todo va a estar bien... —añade, intentando calmar su respiración.

—Por mis estrellas... Te ves tan hermosa como el día que te conocí... —responde Rose, apreciando el rostro de su amada una última vez, antes de dejar caer sus párpados —. Rose Cuarzo murió defendiendo sus ideales... Al tomar su nombre... Yo no podía dar menos que eso.

Sin perder más tiempo, Perla se quita su chaqueta para intentar detener el sangrado, mientras Amarillo y Azul le ayudan a cargar a la joven revolucionaria en brazos. Seguidas por León, las cuatro abandonan la habitación sin decir una palabra, dejando a sus espaldas una estela de incertidumbre.

«Resiste, Rose. Esta guerra ya ha cobrado demasiadas vidas», reflexiona Peridot, mordiendo su labio inferior con ansiedad. Es Garnet quien termina por sacarle de sus pensamientos, acercándose a su lado.

—Cuando me uní a la rebelión, las promesas de Rose parecían un sueño inalcanzable —explica, llevándose ambas manos a la cintura —. Le seguí, por supuesto, pero jamás nos concebí alcanzando la victoria.

—Entonces... ¿Por qué te uniste?

—Porque la rebelión nunca se trató de poder, sino de deber.

—El deber de defender aquello en lo que creemos... —musita la rubia, esbozando una sonrisa inocente.

—Ese es el legado de Rose.  

Amantes en Guerra [Lapidot]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora