Julie Dash - Ella está viva.

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Y tal vez un día todas las luces que estaban apagadas se encienden de un golpe. Como si la suerte se acordara de que existes y la felicidad enamorara a la tristeza hasta pasarla a su bando. Y no sé exactamente cuándo entendí que mi vida era ella, pero ese día lo confirmé.

Que podían haber muchos universos, que podía visitarme en mis sueños. Que podía alentarme a continuar, y al final, sí, podía hacerlo, pero una parte de mi vida estaría a oscuras. Y eso lo supe cuando abrió los ojos. Eso lo supe cuando el verde azulado se metió dentro, muy dentro de mi corazón, y el piso tembló, y la habitación me dio vueltas. Mientras yo, me quedé inmovil. Como la primera vez que la vi. Como cuando lograba hacer que cada parte de mi cuerpo temblara, pues ese día sus ojos prendados a los míos fueron calibrándome, devolviéndome la señal que había perdido y la conexión a la verdadera realidad.

No tuvimos tiempo. No hubo palabras. Su mirada estaba perdida, desorientada, y muchos doctores se encargaron de llevársela, mientras mi madre entró a la habitación para retenerme. Cuatro días antes había tenido una reacción, y aunque le hicieron exámenes, no nos dieron esperanzas. Durante los cuatro días siguientes Ksenya y yo no nos despegamos de su lado. Hablándole, explicándole lo mucho que la necesitábamos. Le hablamos de su galería, que esperaba por ella para su inauguración. De sus conciertos, del tenis, pero sobre todo... de la huella que había dejado en el mundo. Pero nada sucedió.

Esa tarde Sophia y yo estábamos solas. Ksenya había ido con su madre a la ecografía. No pude acompañarla. No pude separarme de Sophi y fue un acuerdo tácito, como si en el fondo de nosotras supiéramos que al despertar no podía encontrar la habitación vacía. Y allí estábamos... Ella había luchado.

Me solté de mi madre y salí al pasillo, pero estaba Chiara para detenerme, junto a mi padre y a la madre de Ksenya. Todos habían viajado cuando les dimos la noticia del primer estímulo que había tenido Sophia.

—Tienen que hacerle exámenes, preciosa. —Mi madre nunca me decía preciosa.

—¿Podemos hablar? —Odiaba esa frase y más de la boca de Chiara. Cuando trabajé a su lado ya conocía el tono, y que casi nunca traía noticias alentadoras para los familiares.

Pero lo hice.  Hablé con ella.

—Sé clara. Sin adornarme las palabras. Sin irrespeto. Sé sincera, por favor —le pedí a Chiara. 

—Es probable que su cerebro no funcione. Es probable que las lesiones hayan sido irreversibles, y que esté con vida, pero no como la recuerdas, no como la Sophia que un día conociste.

—Como también es probable que sea la misma Sophia y que todo esté bien —habló Helena, sin tecnicismos, sin parábolas, sin términos médicos. Como una madre.

No dije nada. Las palabras no encontraron la forma de salir. Mi mente, mi corazón, mi alma, y cada parte de mi organismo se manejaba por medio de una esperanza. Después de tanto tiempo, no podía ser de otra forma.

Yo creía en ella.

Ella había vuelto y una parte de mí estaba atada a esa posibilidad ignorando todo lo que pudiese salir mal.

Los cuatro se quedaron conmigo en todo momento durante las próximas seis horas y la madre de Ksenya no quiso decírselo. Ella se había quedado en la clínica después de la ecografía, mientras Ksenya había ido a su casa a cambiarse. Pero no entendía por qué tardaba tanto.

—Es mi hija. No puedo hacerle esto.

—¿Darle la felicidad más grande de su vida? —contrarresté.

—Decirle que despertó y luego, que se decepcioné sabiendo que ella...

—No lo sabes —ataqué interrumpiéndola.

El capricho de amarteWhere stories live. Discover now