Capítulo 2 II

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Cinco horas y treinta y siete minutos más tarde, Lisange aparcó de nuevo frente a la casa. Definitivamente, era demasiado tiempo para mí. Había aguantado sin problemas la primera porque fue el tiempo que ese desconocido permaneció allí, pero las cuatro y media restantes se me hicieron eternas. Era incapaz de leer porque sus ojos regresaban a mi mente, ocupándolo todo. Además, un fuerte dolor se había apoderado de mi cuerpo y me debilitaba cada vez más.

Lisange me dejó en la puerta y volvió a marcharse.

Me dijo el motivo, pero no le presté suficiente atención. Miré el edificio que tenía frente a mí, parecía un museo más que una residencia; era todo lo contrario a acogedor, una casa antigua, de piedra, cubierta en buena parte por hiedra seca, la típica a la que no te acercarías sola o de noche. Y ahora se suponía que aquel era mi hogar.

Me resigné, traspasé la verja de hierro forjado y subí la pequeña escalinata gris que ascendía hasta una enorme puerta de madera maciza. Para abrirla tenía que apoyar todo mi peso contra ella porque no había otra forma de mover semejante mole. Tuve que emplear tanta fuerza que, cuando me di cuenta, había aterrizado sobre la alfombra del recibidor, justo en el momento en que el escandaloso reloj del salón dio la media hora. No me moví, me quedé ahí en el suelo, contemplando el frío techo.

Un rostro se interpuso en la trayectoria de mi mirada.

—¿Estáis bien? —dijo tendiéndome una mano.

Su voz era apacible, reconfortante, hermosa... Acepté su ayuda sin mucho énfasis, y él me levantó en menos de un segundo.

—Dos de tres —refunfuñé para mí misma. De tres veces que había abierto esa puerta, dos había acabado sobre la alfombra.

Él me dedicó una sonrisa divertida, había sido testigo de todas y cada una de mis entradas triunfales. Me tambaleé ligeramente; tuve que apoyarme contra el marco de la entrada del comedor por miedo a volver a perder el equilibrio.

Siempre que él me sonreía causaba ese vergonzoso efecto en mí.

Se trataba de Liam. Él era mayor que Lisange, de escasos veinte años. Su cabello era rubio oscuro, casi igual que el mío, largo y recogido en una pequeña coleta a la altura de la nuca; su tez era blanca como la nieve y sus ojos tan negros como los de Lisange. Me recordaba a los príncipes de los cuentos de hadas; sin duda, debían de haberse inspirado en alguien como él.

—¿Cómo ha sido vuestro primer día en la ciudad? —preguntó con su maravillosa voz.

Liam tiene la costumbre de utilizar la segunda persona del plural también en el singular, como se hacía en otros tiempos, aunque eso no era lo único antiguo en él. Su elegancia era un talento natural, capaz de combinar a la perfección americanas, corbatas y chalecos de forma que parecía juvenil y clásico al mismo tiempo. Su manera de actuar también recordaba a épocas pasadas, igual que un caballero de los de capa y espada, de esos que no dudarían en matar a un dragón y escalar a lo más alto de una torre para rescatar a su amada. Su modo de tratarme hacía que me sintiera especial, pero estaba segura de que eso le ocurría a todo el que se cruzaba en su camino. Desconozco la razón por la que no me enamoré de él la primera vez que lo vi.

—Lento..., creo.

—No parecéis muy estable —señaló mirando la forma en que me apoyaba en la puerta—. Tomadme del brazo.

—No hace falta —contesté avergonzada.

—Insisto.

Cogió mi mano y la enroscó en torno a él. Liam era el más alto de los De Cote: debía de medir aproximadamente una cabeza más que yo, que me mantengo a duras penas en la media de una chica de 17 años. Su ropa y la dureza de su cuerpo dejaban entrever unos músculos fuertes aunque no muy voluptuosos.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Where stories live. Discover now