No Soy Fuerte. Parte 2

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Mi fuerza de voluntad flaqueó. Di vueltas de un lado a otro, mordiéndome las uñas, no quería hacerlo, no podía concebir un lugar sin él, una vida sin él. Quise retroceder, pero no lo hice, me dejé caer al suelo y escondí la cabeza en- tre las manos mientras una repentina y abundante lluvia me calaba. Me tiritaban los dientes, pero no de frío, sino de congoja; me mordí el labio para intentar pararlo, pero fue inútil. Los ojos me escocían como nunca antes lo habían hecho.

-¿DÓNDE SE SUPONE QUE ESTÁ EL CIELO?- grité elevando la cabeza hacia las nubes.-¿QUÉ FUE LO QUE HICE PARA NO MERECER SER FELIZ?

Aguardé unos segundos mientras la lluvia me empapaba la cara, pero no recibí respuesta. Me aovillé y me tiré del pelo con fuerza, con la mandíbula apretada para no chillar, y lloré sin lágrimas. En ese momento, el viento me trajo un sonido lejano y atenuado por el temporal. Eran unas campanadas. Alcé la vista y divisé a través de la tormenta de agua un pequeño campanario, no muy lejos de allí, entre los árboles.

Busqué a mi alrededor pero no reconocí la zona; era probable que ya me hubiera alejado lo suficiente de la casa de los Lavisier para poder hacer un pequeño descanso en aquel lugar. Me levanté y me encaminé despacio hacia allí. Conforme me acercaba llegaban a mis oídos, mucho más nítidas, unas voces que cantaban.

Deambulé entre los árboles hasta que salí a una pequeña explanada. Allí, no muy lejos, distinguí un pueblucho tan pequeño que no debía de aparecer en ningún mapa y que constaba tan solo de unas pocas casitas muy juntas entre sí. De entre los tejados, se alzaba una vieja veleta sobre una cruz aún más antigua. Me dirigí hacia el lugar serpenteando por las estrechas callejuelas de ese «poblado» hasta llegar al pie de una antigua iglesia. El campanario era alto, con un gran crucifijo algo torcido en la cima. La parte posterior estaba completamente derrumbada, pero del interior del edificio procedían las voces de un coro infantil.

Vacilé, no sabía si podría poner un pie dentro. Nadie me había dicho nada al respecto. ¿Y si me quemaba o me deshacía o algo así? En cualquier caso, sería una muerte mucho más rápida que la que me esperaba y eso era un punto a mi favor. Las puertas estaban abiertas. La luz que se proyectaba del interior era tenue.

Subí dudando las escaleras de piedra irregular y me paré justo enfrente de la entrada. En su interior solo había una anciana arrodillada en el primer banco y un sacerdote dirigiendo al coro en el altar. Toda la iluminación provenía de diversos cirios, muy consumidos, colocados a lo largo y ancho del lugar. Puse un pie dentro y aguardé, pero no ocurrió nada, adelanté el otro y ya estaba dentro. Me miré, continuaba teniendo el mismo aspecto, nada había cambiado. No pude evitar la sensación de decepción que me invadió.

Avancé hasta el penúltimo banco y me senté a escuchar esas voces. A menudo, cuando la gente va a morir intenta hacerlo en paz consigo mismo y con dios. Mi principal pecado había sido enamorarme de la persona equivocada, pero no podía arrepentirme de ello, de nada en realidad; es más, debía dar las gracias porque, a pesar de todo, la muerte me había llevado a la felicidad, una casi efímera y fugaz, pero felicidad al fin y al cabo. Y, si el precio era volver a morir, debía aceptarlo y dar las gracias.

Mi silencioso corazón se conmovió con aquellos cánticos. No había sido exactamente una buena idea entrar allí dentro, mi voluntad se quebraba más y más con cada segundo que pasaba.

Sentía unas ganas terribles de llorar, cada vez estaba más segura de que muchos de mis problemas desaparecerían de poder hacerlo. Si pudiera pedir algo en ese momento, sería llorar una última vez.

El coro efectuó un descanso y el sacerdote acompañó a la anciana hasta la puerta.

-¿Puedo ayudarte en algo?

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Where stories live. Discover now