A golpe de latidos (II)

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Recordarlo me aliviaba un poco, pero de pronto abrió los ojos y todas mis entrañas se retorcieron de pavor. No era una mirada furiosa, irritada o dolorida, sino cruel, horrible; sencilla y relajada, cargada de una oscuridad mayor de la que cualquier persona pueda imaginar. No importaba lo que intentara decirme a mí misma, debía temerle y alejarme un poco de él. Sentía auténtico pánico por estar ahí sentada. Observé con horror al conductor y luego al seguro cerrado de la puerta. Después me volví lentamente hacia él, con todos los músculos rígidos por el pánico. ¿Habría alguna forma de saber en qué momento dejaba de ser el Christian que yo conocía para convertirse en ese gran predador del que tantas veces me habían prevenido? Si la bestia despertaba en él, podría acabar con el pobre taxista y conmigo con un único movimiento. Pero ¿y si ya no era él? ¿Y si su plan era alejarnos de la gente para poder acabar con nosotros?

Latido..., silencio..., silencio..., latido..., silencio..., silencio..., latido...

Estaba segura de que él no quería hacerme daño pero no sabía el efecto que había tenido esa sangre en su cuerpo. Haber retrasado el proceso le convertía en un ser mucho más peligroso ahora. Mi mano se quedó tensa bajo la suya, ardía cada vez más. A pesar de eso, tampoco estaba dispuesta a apartar la mano y que él pensara que le tenía miedo..., aunque en el fondo así fuera.

Noté la mirada del taxista, a través del espejo retrovisor, contemplando cómo Christian abría y cerraba el puño con fuerza, aún con esa expresión. Estaba a punto de gritarle que parase, que detuviera el coche y que nos dejase salir corriendo de allí, antes de que fuera demasiado tarde, pero Christian volvió a cerrar los párpados y a sumirse en una nueva oleada de dolor. Con esa forma de mirar oculta me resultaría más fácil razonar.

Me concentré durante todo el camino en contar los segundos que pasaban entre latido y latido: cinco..., siete...

¿A por quién iría primero: a por el pobre humano o a por la inexperta e ingenua cazadora? Ocho..., nueve... Aterrada, recordé que él era consciente de que un humano le duraría mucho menos que alguien como yo. Cuando ya transcurrían diez segundos entre uno y otro, el coche se detuvo.

—Hemos llegado.

Por primera vez, aparté mi atención de él y la centré en lo que nos rodeaba. Christian abrió los ojos de golpe, se enderezó y salió al exterior. Lo seguí. Estaba en un callejón, oscuro y, tal y como había dicho el hombre, abandonado. No había rastro de vida humana, ni siquiera las farolas estaban encendidas; tan solo una fábrica abandonada. No entendía por qué razón me había llevado allí. Christian sacó de su bolsillo una cartera y extrajo de su interior un pequeño fajo de billetes. Los ojos del taxista y los míos propios se desviaron inconscientemente hacia él. Christian se los puso con brusquedad en la mano y con voz grave añadió:

—No se mueva de aquí. Espere hasta que ella salga. Con eso bastará.

«¿Hasta que ella salga? Tal vez no quiera acabar con ninguno de los dos al fin y al cabo», pensé. Después se volvió hacia mí, tomó de nuevo mi mano y me condujo hacia el interior.

—Señorita —musitó—, venga conmigo, no se quede con él.

—Espere, volveré enseguida —pedí, confusa. Cuando estuvimos fuera de su vista, Christian agarró una puerta blindada de metal y, con un solo movimiento, la arrancó de la pared—. ¿Qué hacemos aquí?—balbuceé al entrar.

—Necesito tu ayuda —me dijo.

—¿Para qué? —pregunté, sorprendida de que me pu- diese necesitar para algo.

Él miró a su alrededor, buscando algo. Un instante después se dirigió con paso decidido a una máquina y arrancó de ella dos grandes cadenas. Las enrolló con cierto estruendo y se acercó a mí.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora