Prólogo: Recuerdos (Parte 3)

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El vendaval sopló desde el norte, trayendo consigo la familiar y helada agua nieve que la había acompañado durante toda su travesía y que, como de costumbre, le empapó el pelo y la ropa, aunque, en ningún momento, habían llegado a secarse del todo. Se ajustó el grueso pañuelo que le cubría media cara y las orejas por enésima vez. El clima era un verdadero asco en Shalon Tore, la nieve y el intenso frío siempre parecían estar acompañados por vientos racheados cuya dirección cambiaba constantemente y que, a menudo, originaban temporales en muy poco tiempo. Decían que en las laderas de aquellas montañas, el invierno duraba eternamente y, entonces, podía afirmar con toda certeza que tenían razón.

Rhö se inclinó a la derecha para facilitar la maniobra de esquiva de su particular montura. Una vez más, tuvieron que rodear una de las blancas cumbres escarpadas que, cada tanto, aparecían en medio de la niebla matutina. Todavía debía de ser temprano, según sus cálculos, el sol no habría llegado aún a su cenit, aunque era difícil estar seguro con tanta niebla y con ese viento moviendo la nieve caída. El paisaje a su alrededor podía describirse en una única palabra: blanco. Blanco de la nieve, blanco de las nubes, blanco de la niebla, apenas era posible distinguir qué era montaña y qué no, por eso avanzaban con sumo cuidado. Rhö tenía mucha confianza en que Zereth, su montura, supiese esquivar las piedras que él no alcanzara a ver a tiempo, en caso contrario, acabarían chocando y todo se les complicaría un poco. Un poco bastante. Había oído historias de bastantes insensatos e imbéciles que intentaron internarse en las cumbres de Shalon a pie y ni uno solo de ellos logró cruzar la cordillera. Se daba por sentado que todos murieron de frío en el intento, aunque nadie se había parado nunca a rescatar sus cuerpos congelados, sea como fuere, Rhö no sentía deseos de engrosar sus filas. Dependía de Zereth para tener éxito.

Rhö sabía que bien podría haberse marchado caminando, a través del desfiladero de Baer. No creía que nadie hubiese intentado detenerlo y, sin duda, eso habría sido mucho más sencillo que lo que estaba haciendo entonces, no obstante, ¿qué gracia habría tenido unirse a una caravana de sureños, adherirse a un gremio, trabajar de mozo de lo que fuera e irse sin más? Es decir, Rhö había estado considerando seriamente esa opción un tiempo, no obstante, hacía dos días, tuvo una revelación. ¿Por qué demonios iba a tener que dedicarse a cargar cajas o hacer inventarios o lo que fuera que hiciesen los mercaderes sureños? ¿Por qué conformarse con eso? Él se había pasado un número respetable de años entrenando y preparándose para ser un buen jinete, así que, ¿por qué no serlo? Cierto era que, en un sentido estricto, no había terminado la instrucción del todo, ni tampoco había jurado nada, ni se había puesto bajo las órdenes de los mayores y tal y cual, pero ¿a quién coño le importaba? Aquello eran minucias. A ver, a Rhö, personalmente, le traía sin cuidado lo que opinaran los oficiales, los mayores o los infelices que se instruyeron con él: se consideraba jinete de pleno derecho y la prueba irrefutable de ello era que estaba sobrevolando una ruta condenadamente difícil con Zereth. Si no querían aceptarlo, la verdad, es que le daba lo mismo, total, tampoco pensaba volver. Lo importante del caso era que no habría podido dejar a Zereth en Tirgia, por eso, no lo había hecho. Le dio unas palmaditas en el cuello al animal. La verdad era que la muy razonable idea de abandonarlo en Tirgia le pareció inaceptable casi desde que decidió que quería irse, hacía una semana o así. Suponía que, al final, había acabado considerando a Zereth algo suyo, no en vano, lo había criado desde que rompió el cascarón, así que no era extraño que no le gustase la idea de dejarlo atrás para que lo convirtieran en albóndigas. A despecho de que llevarlo consigo había convertido el camino hacia el sur en un desafío, pues había eliminado de la lista de posibilidades marcharse andando por el desfiladero, no se arrepentía de la decisión que había tomado.

En cuanto a las causas de su partida eran variadas, pero podían resumirse en que no le gustaba estar en Tirgia. Tan sencillo como eso. Él era Rhö Clagner de Ritome, pertenecía a la familia más importante del clan, su madre, de hecho, era la Señora de la Tierra, y su tío, el Patriarca de su casa, sin embargo, por razones que tardó un tiempo en averiguar, su infancia no resultó tan agradable como, tal vez, debería haber sido. Para empezar, nunca fue el hijo favorito de su madre, más bien, era ese al que trataba con desdén, como si hubiese hecho algo malo, aunque no era la única que le reservaba esas maneras. Rhö, ya de muy niño, se percató de que no cumplía las expectativas, de que lo miraban por encima del hombro, sobre todo su propia familia. En el momento, siendo un crío, creyó que se debía a que no era ni tan alto ni tan fuerte como su hermano mayor, Soveth, pero el tiempo le dio una justificación mucho más certera para su situación.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now