CAPÍTULO 10: Llamas y polvo (Parte 1)

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El sol se ponía sin pausa. Las antorchas y lámparas se iban encendiendo por doquier conforme la luz de la tarde se extinguía. Tomó aire y suspiró lentamente, expulsando una nubecilla de vaho blanco al aire frío que el incansable viento de norte disipó casi de inmediato. Bajo sus pies, se extendía una ciudad cuya imagen descuidada se parecía muy poco a la que él había anticipado, pues ese batiburrillo confuso de calles de tierra enredadas con chozas no se antojaba mucho mejor que lo que había conocido en Tesdes. Estaba claro que habían accedido a Brenol por la zona más pobre de todo extramuros, aunque dudaba mucho que el detalle tuviese alguna importancia. Elgun Natele estaba tan preocupado por lo que pudiera pasar ahí abajo como por lo que podrían hacer quienes esperaban con él en lo alto de la colina. Miró de soslayo a la izquierda, estudiando al grupo que se había dividido sin que nadie lo pretendiera. Estaban repartiendo antorchas y montando hogueras para calentarse durante su espera.

Elgun no se consideraba imbécil, no iba a repetir los mismos errores que echaron a perder el plan del Muro. Y sí, era consciente de que las cosas les salieron bien al final, Noyan tenía razón cuando decía que lo que se habían propuesto merecía esos sacrificios, sin embargo, esa certeza no quitaba que no le gustaría que hubiese más víctimas de las estrictamente imprescindibles. Por eso a Elgun no le gustaba en absoluto que se hubiesen juntado en el mismo lugar unos hombres que no parecían ser del todo conscientes de las consecuencias de sus actos, armados con las vituallas que habían saqueado de los soldados a los que habían derrotado por el camino, y una multitud de muertos de hambre en la que se contaban mujeres, niños e incluso ancianos. Había intentado separar a unos de otros, pero resultaba tarea imposible hacerlo cuando quedaban tan pocos de sus paisanos con él, de tal modo que solo había conseguido reunir bajo su protección a una parte del grupo. Confiaba en que esa precaución terminara siendo innecesaria. Noyan tenía mucha fe en su audiencia con el emperador y Elgun quería creer que tendrían éxito, aunque, entonces que lo pensaba, no le habían aclarado cuánto tiempo podría llevarle ese diálogo. Tampoco resultaba muy tranquilizador el que lo hubiesen perdido de vista entre las casas.

El grupo de la izquierda se revolvió y empezó a avanzar. Elgun frunció el ceño, extrañado, y dio dos pasos en su dirección, queriendo averiguar por qué habían empezado a moverse, sin embargo, mucho antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión o a preguntar, aquella agitación aparentemente injustificada se aceleró, convirtiéndose en una carrera.

- ¡Por el nuevo imperio! – empezaron a gritar diferentes voces dentro de la barahúnda.

Los hombres que estaban con Elgun hicieron ademán de emprender el camino hacia extramuros también, pero él, haciendo un gran esfuerzo de contención, no se movió en un primer momento. Los suyos empezaron a arremolinarse a su alrededor, confusos. Algunos se fueron.

- ¿Nos están atacando? – preguntó a quienquiera que pudiera responderle.

Los gritos enardecidos que provenían de los otros, que ya descendían hacia la ciudad, hacían difícil mantener una conversación o conservar la calma. La multitud que había arropado a su grupo en todo momento se dividía entre quienes bajaban hacia las casas y los que optaban por quedarse en las colinas, sin saber qué pasaba o por qué. Los hombres rebullían, las armas en ristre.

- Es lo que parece – dijo uno, otros tantos coreando su afirmación – Deben estar ahí.

- ¿Alguien ha visto algo? – insistió Elgun, sin que sus razonables dudas pudieran frenar del todo la inercia del grupo a seguir a los otros hacia la batalla.

Nadie respondió nada coherente, pero daban pasos hacia delante. El propio Elgun los daba. Joder. Prorrumpiendo vítores sobre el nuevo imperio, los Patrios o Noyan, aquella gente se había internado en la ciudad a la carrera, las antorchas aprestadas, acercando el fuego a establos y graneros, arrojándolas sobre los tejados de paja. Las llamas empezaban a prender, los lugareños comenzaban a salir de sus casas para tratar de sofocarlas. Aquello se estaba poniendo muy feo. Elgun sacó también la lanza que, en su momento, afanaron de unos soldados de la guardia.

- Maldita sea, moveos, ¡vamos! – tuvo la irremediable sensación de que cometía un grave error, no obstante, llegados a aquel punto, no creía que tuviese más alternativas.

Salieron todos tras el otro grupo, que les había sacado una notable ventaja mientras había durado su momento de vacilación. Se adentraron en extramuros, evidenciando que los otros se estaban dispersando por las calles sin ningún orden aparente. Elgun veía antorchas lanzándose de un lado a otro, a los lugareños, cada vez más numerosos, queriendo frenarlos con palpable pánico, pero escasos resultados. Aquello era peor que el Muro, pero no veía soldados.

- ¡Por aquí! – hizo una señal para que los suyos lo acompañaran por otro camino.

Lo que hasta hacía escasos momentos había sido una ciudad fantasma, como un cascarón vacío, cada instante que pasaba se parecía más a un hormiguero al que alguien había dado una patada. Los lugareños no dejaban de salir a la calle, asustados por su repentina irrupción, algunos decididos a apagar los cada vez más numerosos fuegos que prendían aquí y allá, llenando poco a poco el aire de humo, otros solo dejándose llevar por el deseo de huir y, en consecuencia, mezclándose confusamente con quienes habían bajado la colina y todavía persistían en su objetivo de sembrar el pánico, pero ¿dónde estaban los soldados? Elgun había conducido a los suyos, es decir, a aquellos que no había perdido en la confusa multitud, por una calleja paralela a la que habían seguido Noyan en su camino a la muralla. Había gente por todas partes, Patrios y lugareños, todos corrían, no pocos gritaban, el olor a humo cada vez iba a peor y la luz de unas llamas crecientes otorgaban al lugar una apariencia tétrica ante la inminencia del ocaso, pero todavía no había visto a un puto soldado. ¿Dónde estaba la guardia? ¿Es que no los habían atacado ellos primero? Eso no tenía ningún sentido. Elgun apenas había empezado a plantearse qué deberían hacer en el caso de que nadie hubiese movido un dedo en su contra cuando, de repente, oyó la proclama por encima del creciente alboroto de gritos.

- ¡Muerte a los traidores! – las palabras resonaron en algún punto por delante de ellos. El amenazador entrechocar de los aceros coreó lo dicho – ¡Acabad con todos!

Gritos, golpes y relinchos remataron ese último clamor, confirmando inequívocamente que la guardia estaba allí, en algún lugar entre esas chozas a través de las cuales el fuego avanzaba. Elgun pegó un grito, queriendo reunir a los que lo habían seguido hasta allí, a pesar de que lo que se antojaba como una carga de caballería no parecía estar dirigida hacia ellos. A través de un resquicio torcido que mediaba entre dos chozas estrechas, al contraluz de un establo en llamas, vislumbró la abrupta irrupción de la soldadesca en medio de la confusa multitud que corría despavorida, espoleada por los fuegos. Los caballos levantaron una nube de polvo en el camino de tierra, aplastando a propios y extraños, rompiendo la precaria formación que habían podido articular los Patrios que había en aquella calle y otorgando la ventaja a los soldados que llegaron justo a continuación. Se repartieron en todas direcciones, sin exponer su retaguardia, dividiéndose eficazmente la tarea de encarar a la marea destructiva que protagonizaban los Patrios con una brutalidad feroz. Parecía una evidencia que la negociación no había terminado nada bien.

- ¡Joder! – maldijo en voz alta Elgun, consciente de que era una cuestión de tiempo que la guardia llegara donde estaban ellos – ¡Juntaos! Juntaos, todos.

Los que iban con él, Patrios de Tesdes, nuevas incorporaciones e incluso alguno de los hambrientos que, hasta la fecha, se habían mantenido al margen de cualquier enfrentamiento, le hicieron caso a no tardar. Sus expresiones traslucían el terror que el propio Elgun sentía. Ignoraba qué habría sido de Noyan, en cualquier caso, estaba claro que había salido mal, ¡no podría haber salido peor! La sección de soldadesca a la que le había sido asignada aquella calle hizo su aparición, abriéndose paso por los callejones, provocando la huida en masa de los vecinos del lugar. El fuego seguía aumentando su altura y extensión, alimentado por las chozas de madera, paja y lona, espoleado por la falta de atención de cuantos estaban allí. El humo se acumulaba, oscureciendo el aire que respiraban antes de iniciar su lento ascenso hacia el cielo. Los soldados empezaron a entrechocar amenazadoramente sus armas y escudos. Elgun se mantuvo firme como pudo, a sabiendas de que, si él se movía, todos huirían y, entonces, sí que los despacharían rápido.

- ¡Por lord emperador! – proclamó uno de los soldados.

Cargaron de frente, sin que les importara realmente quién se cruzara en su camino. Elgun y los suyos aguantaron ese primer embate con entereza. En el segundo, empezaron a morir. 

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now