CAPÍTULO 14: Enderezar lo que está torcido (Parte 4)

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Ahogó un bostezo con la mano y volvió a pasear la mirada por el pasillo, una vez más, aburrido, pues no había nada que ver ni nada que hacer allí, salvo mirar una pared que ya tenía muy vista. Desvió la mirada hacia la izquierda, donde la galería desembocaba en un corredor más amplio y transitado que solo alcanzaba a entrever y cuya visión en la distancia era su única fuente de entretenimiento. Suspiró, preguntándose una vez más para qué demonios lo habían puesto allí.

¿Quién lo habría dicho? Él había estado a la espera de rutinas complicadas, grandes esfuerzos y trato desagradable por parte de los superiores, sin embargo, ahí estaba, plantado como un pasmarote, pensando en sus cosas, sin hacer absolutamente nada de provecho. Jamás habría pensado que iba a decirlo, pero los rumores eran ciertos: ser guardia era ridículamente sencillo.

En el camino hasta la capital, Edmond no había dado mucha credibilidad a lo que Berend les había contado acerca de la vida del soldado, simplemente porque, tal y como lo había descrito, había sonado demasiado simple y apacible como para que fuese cierto, sin embargo, la experiencia lo había hecho darse cuenta de su error. No llevaban mucho tiempo ahí metidos, cierto, pero la rutina se había apoderado de ellos con una velocidad pasmosa: todos los días hacían exactamente lo mismo. Se levantaban, los mandaban a vigilar o a patrullar a alguna parte, y se pasaban allí las horas muertas hasta que terminaba el turno. Y, por la mañana, vuelta a empezar. Obviamente, en función de la posición que te asignaran, el turno se hacía más o menos largo, no era lo mismo custodiar una puerta de la ciudad, donde siempre había otras personas con las que hablar e incluso era aceptable echar el rato jugando a las cartas, que estar por el castillo, donde te miraban mal si no llevabas el uniforme presentable o si se te olvidaba saludar a alguien importante. Por desgracia para él, no solía tener mucha suerte cuando repartían los turnos...

Sea como fuere, al margen de si era más o menos ameno, el resultado terminaba siendo muy parecido: estarse quieto en el mismo sitio todo el rato. Edmond siempre se había considerado a sí mismo alguien poco diligente, al fin y al cabo, ¿a quién le gustaba trabajar? Se estaba mejor descansando y, dado que ser guardia se reducía prácticamente eso, cualquiera habría dicho que estaría a gusto, pero, sorprendentemente, no lo estaba. A ver, no es que estuviera a disgusto, sin embargo, había una tensión en el ambiente que no terminaba de identificar, pero que, sin duda, estaba ahí, y no le gustaba un pelo. Quizás eso que notaba era el peso de la responsabilidad, o lo mismo era el aburrimiento jugándole malas pasadas y eran imaginaciones suyas, fuera lo que fuese, diría que era inherente al puesto, porque no era el único que lo notaba. Aunque todos coincidían en que esa sensación era preferible a estar verdaderamente ocupados.

En contra de lo que había pensado, hacerse guardia debía ser una decisión popular en la ciudad porque había un buen número de novatos rondando por todas partes, de modo que había sido inevitable hacer migas con unos y con otros. La mayoría estaba allí por razones parecidas a la de Berend, una combinación entre la búsqueda de la vida fácil y el respeto por el uniforme, otros por tradición familiar o por ganas de gresca, pero ninguno por los esclavistas. Daba la impresión de que aquel asunto se había olvidado del todo.

Edmond no había tenido verdadero interés en enrolarse en ningún momento, solo lo hizo para no dejar solo a su hermano y un poco por presión de grupo, lo que era más, si no lo hubiese sugerido otra persona, ni tan siquiera se le habría pasado por la cabeza la idea de ir a avisar a nadie de lo sucedido en Bresinoff. Sin embargo, a pesar de ello, entonces que habían informado a gente importante de los tristes acontecimientos que habían tenido lugar allí, había esperado que el hecho tuviese alguna repercusión en la capital. Era consciente de que su pueblo no era un sitio especialmente relevante o conocido, era bastante probable que la mayoría de la gente ni supiera situarlo en el mapa, pero aquello no tenía mucho que ver con el tamaño o la importancia del pueblo en sí. Estaban hablando de que unos energúmenos venidos de no sabía dónde habían arrasado varios pueblos enteros, secuestrando a la práctica totalidad de sus habitantes, ¿cómo podía ser que a nadie le importara?

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora