CAPÍTULO 11: Cuidar de todo (Parte 1)

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Jamás se había visto cosa igual. 

El sol ya se había puesto, las estrellas se habían encendido en la negrura impoluta de una noche despejada, el ocaso había acallado la vida, adormeciendo a las bestias del campo en el manso letargo que imponía la pacífica oscuridad de una noche como aquella, haciendo salir a aquellas criaturas que se sentían más cómodas al abrigo de la tiniebla. 

El otoño se había erigido como un emisario despiadado del que sería un invierno gélido, pintaba el aire frío de un blanco efímero con el hálito de cuantos testigos había de tal prodigio. Porque ¿quién querría perderse el milagro, la culminación de tan larga espera, la realización de esa promesa? Todos estaban allí, del primero al último. El lugar se había llenado con sus pasos, el ambiente vibraba con sus voces, los puños se levantaban hacia el firmamento, desafiando cuanto había sido establecido de antemano para esa noche. 

Así, la tiniebla había retrocedido, amedrentada ante su valiente avance, temerosa de su fuego. El dócil letargo había sucumbido, impotente, ante la rabia que tan obcecadamente se había atado con leyes, reprimido con hambre y combatido con hierro. El espíritu había retornado a quienes habían estado muertos, se había curado la ceguera de los que no veían, la verdad se había revelado y ese cambio que el mundo les había denegado una y otra vez, ese que no había sido más que una lejana esperanza baldía, se había tornado en una determinación inquebrantable que, por su obra, se haría finalmente realidad. 

La oscuridad del ocaso había dado paso a un albor de fuego y sangre en el que las estrellas se eclipsaban por el humo. El silencio se llenaba con los clamores que, hasta el momento, se habían compartido entre susurros. El fin del viejo orden, de sus dictados y sus cadenas. El principio de un nuevo mundo. Jamás se había visto algo semejante, sin embargo, no por ello era menos real.

Volvió a contemplar cuanto habían hecho con la satisfacción inherente al incontestable triunfo. 

En el cruce de caminos terrizos que podía considerarse el centro de la localidad, habían encendido una hoguera que tendría el tamaño de una casa, cuyo brillo semejaba el de un sol en mitad de la noche y cuyo calor expulsaba al invierno del improbable festejo. El pueblo bailaba, cantaba, lloraba y se regocijaba, porque habían visto el fin de sus pesares en la efusión de la verdad que tan largamente habían ignorado, que tanto tiempo les habían ocultado. Corrían por las calles, reclamando lo que siempre les había pertenecido y, por alguna razón, habían consentido en entregar sin oposición durante generaciones, en honor del orden que los regía. Pero ya había sido suficiente. 

Siguió caminando sin apresurarse, hacia la enorme hoguera que presidía el pueblo, donde se quemaba lo viejo, ardían los tormentos y se consumía el enemigo. La tierra se había convertido en un lodo denso allá donde yacían los cuerpos apalizados. Algunos se estaban molestando en incorporar los cadáveres al fuego, contribuyendo a expandir un penetrante olor por aquel lugar, sin embargo, la mayoría de ellos seguía muy ocupada con los que habían sobrevivido a los palos. Puesto que ya había indicado a unos y a otros dónde estaban los almacenes que debían vaciar, dónde se encontraban las arcas que podían adjudicarse y cuáles eran los bienes que era justo destruir, se encaminó tranquilamente hacia esos que se consideraban a sí mismos el alma del pueblo y, como tal, se proponían ejecutar uno a uno a sus demonios. Ya tenían las sogas listas.

Se detuvo al borde del atareado grupo, sin intención alguna de interrumpir, ni verdadera necesidad de participar, pues no le correspondía, dispuesto a dejarlos concluir antes de decir nada. Los moribundos pataleaban en el suelo, retorciéndose entre el barro carmesí y los huesos rotos, gimoteando sin fuerzas en tanto que los barbados paisanos insistían en puñetazos, patadas y varazos, colocando las cuerdas en torno a los pescuezos, haciéndolas pasar por una viga cercana. Izaron al primero entre exclamaciones de júbilo, levantándolo del suelo para que se retorciera en el aire cargado de ceniza. La hazaña inflamó los gritos de quienes estaban cerca. Faltaban cinco.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora